Bladimir Zamora Céspedes - La Jiriobilla.- Se ha repetido mucho, con literalidad convencional, que Manuel Corona murió sumido en la mayor pobreza y olvidado, el 9 de enero de 1950 allá por las playas de Marianao, en la capital cubana. Sin querer tapar la triste realidad con todos los dedos de las manos, se puede entrar en contradicción con esa tajante afirmación. Es muy cierto que este humilde hijo de la villaclareña ciudad de Caibarién, nacido en la década del 80 del siglo XIX, llegó a La Habana en 1895, y como muchos otros buscó en el oficio de tabaquero una manera de ganarse serenamente los frijoles. Pero la necesidad que ya traía desde su región de origen, por cantar y tocar la guitarra, se exacerbó muy pronto en el ya copioso enjambre de sitios capitalinos, hechos para el ejercicio y el disfrute de cualquier cantidad de música. De tal modo que, impulsado por sus esenciales afanes espirituales, muy pronto se sumergió en los deleites de la vida bohemia de trovador, experimentando la mayor parte de su vida la inestabilidad económica y a cuenta y riesgo de su propio pellejo, empataba los días con las noches, en cuanta canturía habanera le dieran cuartel.


Se están ahora cumpliendo, nada más y nada menos, que 90 años de la primera razón por la cual Manuel Corona desde inicios del siglo pasado se convirtió en un espléndido inolvidable.  En 1908 compuso “Mercedes” y con ella consiguió la auténtica popularidad, esa que por aquellos tiempos se hacía tangible cuando tu canción trovadoresca se escapaba de los lindes de voz y de la guitarra, volando entonces de boca en boca y de lira en lira de muchos otros cantores del país, antes que se hicieran los primeros registros fonográficos o el poderoso milagro de la radio. Cuando estos enseñaron su novedosa oreja en La Habana, ya Corona había reforzado sus razones de inmortalidad, legando al patrimonio nacional un largo rosario de composiciones, en su mayoría a las mujeres con quien se encontró, o con aquellas con las cuales tuvo romances en sus sueños: “Aurora”, “Adriana”, “Santa Cecilia”, “La Alfonsa”…y otras de igual valía como “Doble inconciencia”, “Una mirada” o “Las flores del Edén”.

Ahora con todo respeto y en honor a la verdad, se puede decir que el emblemático horcón de la trova cubana que es Manuel Corona, no se preocupó nunca por lo esencialmente material en su plazo de existencia física y que eran tiempos en los cuales no había un sistema institucional de la cultura, atento a garantizar el pan diario a las incuestionables glorias de nuestra cultura; y que por ello echó sus últimos respiros en medio de una sorda pobreza. Ninguno de estos factores lo sumieron en el olvido, porque él, como cualquier otro artista de alta valía, se hace infinito y tangible en el cuerpo de su obra.

Las canciones de Manuel Corona flotan sobre los aires de la Isla, casi desde que las creó, como parte significativa de nuestra cobija espiritual. Por ello, el nunca olvidado Don Manuel, en ese ir constante por otras voces y otras guitarras, ha podido llegar hasta los más jóvenes trovadores cubanos, y de modo muy especial a los nacidos en el centro del país. Hace ya muchos años que ellos convocan allí —con el auspicio de la Asociación Hermanos Saíz (AHS) y la Dirección Provincial de Cultura—, bajo el rubro de una de aquellas canciones con nombre de mujer, concebidas por el bardo, un festival, al cual convidan a sus cómplices del resto del país. Celebran el Festival Longina, siempre alrededor del 9 de enero, como un mentís de la muerte de Corona. 

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