Carlos Carnicero.- Esto también es una declaración de amor. Quiero a Cuba como mi segunda patria y yo, que no soy comebanderas, siento emociones profundas con los avatares de la isla grande. Con todas las imperfecciones y con todas las diferencias, creo firmemente que son los cubanos quienes tienen que tener las riendas de su futuro desde el interior del país.


Es una cuestión capital. Desde los tiempos de la guerra de independencia contra España, Estados Unidos y todos sus presidentes han intentado secuestrar la soberanía de Cuba: en la época de la república, en la época de las dictaduras y ahora en el periodo revolucionario.

La agresión permanente de Estados Unidos se manifiesta en cada uno de los momentos de la historia de Cuba: mediante la seducción en los tiempos de calma, mediante el colaboracionismo y el colonialismo en los tiempos de la dictadura de Batista y mediante la agresión directa y permanente desde que triunfó la revolución.

Toda la política de Cuba de los últimos cincuenta años ha estado condicionada por la amenaza norteamericana. Nada de lo que sucede en Cuba es ajeno totalmente a esa injerencia. Incluso las radicalizaciones sucesivas del sistema, su alineamiento con la URSS, y su disociación de las democracias occidentales tiene que ver con la existencia de esa amenaza real que ha movilizado respuestas desde Cuba gracias a las cuales el régimen ha certificado su supervivencia frente al país más poderoso del mundo instalado a noventa millas de sus costas. Sólo por eso, independientemente de cualquier discrepancia por muy profunda que sea, el sistema cubano merece para mi el respeto que invoca la supervivencia de los débiles frente a los poderosos.

No es mi intención realizar una hagiografía del sistema revolucionario cubano; creo que no es el día ni el momento para un análisis crítico de la revolución cubana, de los deberes que le quedan por hacer, ni de las rectificaciones profundas que debiera realizar. Porque se trata fundamentalmente de una cuestión de supervivencia y de dignidad. Se trata de que la naturaleza desbocada no logre al fin lo que no pudo hacer el estado más fuerte en los últimos cien años.

Los dos ciclones que han asolado sucesivamente la isla de Cuba –Gustav y Ike– han producido la mayor catástrofe natural desde que se tiene memoria, es decir, desde la época del descubrimiento. Cuba está asolada. Cientos de miles de viviendas destruidas, la mitad de las cosechas arruinadas, infraestructuras básicas demolidas. Sencillamente, es imposible que el país, con los recursos propios que dispone, pueda proceder a una reconstrucción en tiempo razonable que evite el hambre físico de sus moradores y las carencias más profundas en universo ya de por sí austero y escaso.

Conscientes de sus dificultades, las autoridades cubanas han pedido a los Estados Unidos que levante el embargo o bloqueo a que tiene sometida a la Isla desde hace cuarenta años, solamente por un periodo de seis meses para poder comprar en el mercado norteamericano –que es el más cercano y asequible en términos económicos y logísticos– acceder al crédito de proveedores en las condiciones normales y superar dificultades tan sórdidas como las que impiden que un barco de transporte que amarre en un puerto cubano no pueda hacerlo en Estados Unidos en los seis meses siguientes, lo que multiplica irrazonablemente el precio de los fletes.

La respuesta norteamericana es sencillamente obscena. Se ha limitado a ofrecer ayudas por valor de cien mil dólares –lo que cuesta un coche de lujo– después de que una comisión norteamericana se desplace a la isla para hacer una inspección de la catástrofe. Otra vez la soberbia insultante del poderoso frente al débil.

Quienes primero se ha opuesto al levantamiento temporal del embargo son los senadores y congresistas norteamericanos de origen cubano, representantes del lobby de Miami, demostrando que quieren la caída de socialismo por encima del hambre física de sus parientes en la isla, porque el odio se superpone a la política en la trayectoria pública de estos individuos nacionalizados norteamericanos, y que apuntalan las pretensiones coloniales sobre la isla desde las instituciones democráticas norteamericanas.

La respuesta mundial está siendo escasa, lenta y desesperante. España es uno de los primeros países en responder y el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero ha enviado ya dos aviones cargados con cuarenta toneladas de alimentos y útiles de primera necesidad. La Junta de Andalucía, a través de su consejero de presidencia, Gaspar Zarrías, ha conectado inmediatamente con las autoridades cubanas y las primeras ayudas ya han sido puestas a disposición de la reconstrucción del país. Pero no es suficiente.

Lo que está en juego no es solamente ayuda humanitaria desde las profundidades de la sangre compartida. Hay mucho más. La rebelión frente a la miseria moral del sistema político norteamericano impone ayudar a Cuba para que recupere su nivel de flotación y pueda seguir con sus debates internos, con los proyectos de reforma emprendidos por el gobierno de Raúl Castro y con los mecanismos que permitan que el pueblo cubano tome las riendas de su destino en libertad, sin injerencias externas y sin presiones internas. Se trata sencillamente de un asunto de dignidad.

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