Silvio Rodríguez Domínguez - La Jiribilla.- La verdad es que cuando Carlos Alberto Cremata me pidió que dijera estas palabras me dio una especie de susto. Me pasó igual en las otras dos ocasiones en que lo hice —por cierto, en esta misma institución—, primero cuando se le entregó el Honoris Causa a Sir George Martin, productor y arreglista del grupo británico The Beatles, y no hace mucho cuando lo recibió el insigne maestro cubano Salomon Mikowsky. Y es que resulta difícil no hacernos demasiado obvios ante quienes poseen grandes méritos y por supuesto merecen los mayores elogios.


Pues Carlos Alberto Cremata, a quien todos conocemos como Tin, ha recorrido muchos escenarios y países con tanto éxito que en algunos lugares le piden que funde colmenas de niños que actúan, que cantan, que bailan, que piensan y sienten por el mundo, y desde chicos comienzan a ser humanos tan o más consecuentes que muchos de los llamados mayores. Por su parte, Tin es tan generoso que no puede resistir el impulso de culpar a otros de sus méritos. Pero lo que él ha creado es expresión esencial de su naturaleza bondadosa y de servicio al prójimo, vocación que se transforma en auténtica maravilla cuando ese prójimo es nada menos que la infancia.

En su introducción a La Edad de Oro, Martí decía a los niños que “para escribir bien de una cosa hay que saber de ella mucho”. Esto me hace recordar que, antes de tener la suerte de acercarme a La Colmenita, me preguntaba cómo Tin podía hacerse entender tan bien por los pequeños. Después tuve el privilegio de asomarme a la trastienda del asombro y comprobé que la comunicación que establece Tin con los niños no es ocasional sino constante. Es un fluir tan armónico y contagioso que hasta los viejos que curioseamos nos situamos sin dificultad en un contexto extraordinario.

Esa naturalidad, ese magnetismo, esa facilidad de contagio tenía que venir de alguna parte. Entonces recordé que en su obra póstuma El lado activo del infinito, Carlos Castaneda contaba que Don Juan, el brujo yaqui que él investigó para su trabajo de antropología, le contó que todos los niños nacen con una capa brillante de conciencia que los envuelve por completo. Y contaba que esa capa brillante la íbamos perdiendo en la medida en que crecíamos, porque unos invisibles —que Don Juan llamaba “voladores”— la iban devorando. Por eso en la medida que esa capa va disminuyendo los seres humanos vamos perdiendo cualidades, y cuando llegamos a viejos sólo nos queda una pequeña zona de luz que apenas llega a cubrirnos los dedos de los pies. Lo suficiente apenas para mantenernos vivos.

“La única forma de combatir la pérdida de la capa brillante es formando espíritus hermosos, enseñando virtudes y valores”.

Según Don Juan, el planeta Tierra no es más que un viejo campo que estos predadores cósmicos sembraron de seres humanos para alimentarse. Estos extraterrestres son nuestros amos y señores, y han sabido, comiéndose nuestra capa brillante de conciencia, volvernos dóciles e indefensos. Esa pérdida nos provoca que, si queremos protestar, se nos quitan las ganas; si queremos actuar independientemente, nos impide hacerlo. Por eso, para los predadores, los niños son apetitosas bolas luminosas cubiertas de energía y por lo tanto sus víctimas más preciadas.

La única forma de combatir la pérdida de la capa brillante es formando espíritus hermosos, enseñando virtudes y valores. Los pocos que son capaces de semejante hazaña son muy odiados por esos seres oscuros, porque los privan de alimento.

“Pero a Tin no le bastó ser un milagro y ha dedicado su existencia a mantener a salvo la luminosidad original de los niños que están a su alcance”.

Siempre me pareció imposible que una persona mayor consiguiera fingir ser niño. Por eso las primeras veces me pregunté como él podría seguir pareciéndolo. Después llegué a la conclusión de que por alguna causa, acaso las útiles vidas de sus padres, Carlos Alberto Cremata, nuestro Tin, logró conservar su capa brillante de conciencia, lo que le ha permitido llegar a ser una especie de niño con disfraz de persona mayor.

Pero a Tin no le bastó ser un milagro y ha dedicado su existencia a mantener a salvo la luminosidad original de los niños que están a su alcance. Estoy seguro de que muchos padres, que han sido víctimas de los predadores y sólo conservan una capita apenas más arriba de los dedos de sus pies, aunque ignoran esta historia secreta, perciben lo extraordinario y le acercan sus hijos a Tin, para salvarlos de los siniestros come-almas que se escurren entre nosotros sin ser vistos.

Por eso los niños que rodean a Tin son de todos los barrios, de todos los colores, de las más disímiles posibilidades, aptitudes y características. Tienen en común el amor, la inteligencia, la capa de conciencia brillante conservada como solo pueden lograrlo la bondad, la cultura y el compromiso, materias de las que nuestro Tin Cremata es el mejor de los Maestros.

Por eso, gracias por tu luz, que nos das, y por la que salvas en nosotros, querido Tin.

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