Beatriz Ramírez López - Revista Mujeres.- En 2011, la filósofa y feminista española Ana de Miguel, en Los feminismos a través de la historia, explica que, aun cuando las mujeres quedan inicialmente fuera del proyecto igualitario —tal y como sucedió en la susodicha Francia revolucionaria y en todas las democracias del siglo XIX y buena parte del XX—, la demanda de universalidad que caracteriza a la razón ilustrada puede ser utilizada para irracionalizar sus usos interesados e ilegítimos, en este caso patriarcales:


«Seguramente uno de los momentos más lúcidos en la paulatina toma de
conciencia feminista de las mujeres está en la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana, en 1791. Su autora fue Olympe de Gouges, una mujer del pueblo y de tendencias políticas moderadas, que dedicó la declaración a la reina María Antonieta, con quien finalmente compartiría un mismo destino bajo la guillotina (...) En 1792, la inglesa Mary Wollstonecraft redactará en pocas semanas la célebre Vindicación de los derechos de la mujer», asevera la también académica.

La obra de Wollstonecraft concluye con el período moderno de la ilustración y abre el camino hacia nuevos modos de hacer y pensar. Inicia así una nueva etapa que se extiende desde el siglo XIX hasta las primeras décadas del XX.

Tras la primera Convención sobre los Derechos de la Mujer, se publicó la Declaración de Sentimientos de Seneca Falls (1848), considerado el texto fundacional del feminismo estadounidense, el cual manifiesta el derecho al sufragio y el reconocimiento de la ciudadanía de las mujeres.

De Miguel expresa que, en Europa, el sufragismo inglés fue el más potente y radical. Desde 1866, en que el diputado John Stuart Mill, autor de “La sujeción de la mujer”, presentó la primera petición a favor del voto femenino en el Parlamento, no dejaron de sucederse iniciativas políticas. Tendría que pasar la Primera Guerra Mundial y llegar el año 1928 para que las mujeres inglesas pudiesen votar en igualdad de condiciones.

Por otro lado, el feminismo enarbolado por las trabajadoras abogaba por mejores condiciones y menos opresión desde los sectores laborales y hogareños. Según refiere la investigadora argentina Susana Gamba, en “Feminismo: historia y corrientes”. Flora Tristán es quien, en el siglo XIX, vincula las reivindicaciones de la mujer con las luchas obreras. En 1842 publica La unión obrera, donde presenta el primer proyecto de una Internacional de trabajadores, y enuncia «la mujer es la proletaria del proletariado [...] hasta el más oprimido de los hombres quiere oprimir a otro ser: su mujer».

Pero la historia reconoce a la alemana Clara Zetkin, sus acciones y liderazgo en la revista Die Gliechhteit (Igualdad) y la Conferencia Internacional de Mujeres en 1907, como la madre fundadora del llamado movimiento socialista femenino.

El feminismo desarrollado en los años 60 del pasado siglo, fundamentalmente en Estados Unidos y Europa, y que cobra auge en otros países de América, Oriente y África en los años setenta, se caracteriza por un análisis ideológico y crítico a nivel social, en el cual la reflexión sobre el capitalismo y su relación con el patriarcado establece un elemento indispensable para entender la subordinación de las mujeres.

Conforme a Gamba, a mediados de la pasada década de los ochenta, con el reconocimiento de las multiplicidades y de la heterogeneidad del movimiento, se produce una crisis y grandes discusiones en su seno. La falta de paradigmas alternativos en la sociedad global, después de la caída del muro de Berlín, también afectó al feminismo, con la consiguiente y significativa desmovilización de las mujeres, en especial en el hemisferio norte.

La académica agrega que «el desafío principal de los feminismos latinoamericanos hoy es encontrar estrategias adecuadas para articular sus luchas con los de otros movimientos más amplios de mujeres, derechos humanos, para impulsar las transformaciones que requiere la sociedad actual».

No es una guerra contra los hombres, es una lucha contra el machismo como enfermedad del sistema:

Desde todas las teorías feministas, independientemente de su posterior
concreción, se formula una fuerte crítica a la acepción androcéntrica de
categorías supuestamente universales y aparentemente neutras, que han sido el soporte del pensamiento de la modernidad: desde el sujeto y la historia, pasando por la libertad, ciudadanía, democracia y justicia, al contemplar el mundo, los acontecimientos y los sujetos sociales desde la centralidad del varón, propiciando por tanto la identificación de las personas con los hombres y de estos con los sujetos universales portadores de derechos, asevera la escritora y ensayista española Celia Amorós, en su artículo “Feminismo: igualdad y diferencia”.

Por su parte, la española Justa Montero, experta en género y políticas de igualdad, afirma en su artículo “Feminismo: un movimiento crítico”, que el feminismo aporta al conjunto de la sociedad un prisma singular desde el cual analizar y ver el mundo. Las mujeres constituidas en sujetos activos cuestionan e interrogan a la sociedad y a ellas mismas sobre lo que son, lo que hacen, sobre la organización social y el mundo que les rodea. Realizan, de este modo, un proceso colectivo de reinterpretación de la realidad, de elaboración de nuevos códigos y significados para interpretarla, para lo que construyen términos con los cuales nombrar los nuevos fenómenos que el feminismo destapa: acoso sexual, maltrato doméstico, violencia conyugal, doble jornada.

Desde sus inicios, el feminismo ha cumplido un papel altamente renovador y deslegitimador de las normas sociales impuestas que privilegian al hombre. Una de las principales significaciones para las mujeres ha sido ser una vía para la comprensión de los condicionamientos de género y para el cuestionamiento del orden social en el que se construye la identidad.

Como Marcela Lagarde (2000) manifiesta, las mujeres han generado una nueva conciencia del mundo desde la mirada crítica de la propia individualidad, a partir del reconocimiento del género en cada una. Dicho proceso de acción política, heterogéneo y siempre inacabado, que conecta lo personal a lo colectivo, influye en cómo las mujeres se describen en relación con su entorno, creando significado.

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