Francisco Rodríguez - Blog "Paquito el de Cuba" / Cubainformación.- El estado del activismo a favor de los derechos de las personas lesbianas, gais, bisexuales, trans e intersexuales (LGBTI) en Cuba y sus resultados requiere, para su análisis, que tengamos en cuenta la marcha del proceso de transformaciones económicas y sociales que tiene lugar en el país desde hace más de un lustro.


Aunque a la inclusión en la agenda pública del debate sobre el respeto a la libre orientación sexual e identidad de género le precede en tiempo, fue bajo la sombrilla de la llamada actualización del modelo económico y social que inició en 2011— con el VI Congreso del Partido Comunista de Cuba (PCC)— que el tema cobró cuerpo en sus cambios más sustanciales.

En particular resultaron momentos clave la Primera Conferencia Nacional del PCC en 2012 que incluyó entre los objetivos de trabajo de esa organización política el enfrentamiento a la discriminación por orientación sexual, y la aprobación en diciembre de 2013 del Código de Trabajo, la primera ley que de forma explícita incluyó una protección para las personas homosexuales.

Como hito más reciente, está la ampliación de este enfoque también al reconocimiento de la identidad de género dentro de los documentos programáticos del VII Congreso partidista en 2016, pronunciamientos políticos que deberían facilitar la implementación de nuevas políticas públicas y garantías jurídicas para quienes todavía están en desventaja social como consecuencia de la ancestral cultura patriarcal, machista, homofóbica y transfóbica.

De forma paralela, el activismo para debatir y abogar por los derechos de las personas LGBTI aumentó su visibilidad durante este último periodo. Influyó la articulación de redes de personas y profesionales con interés y sensibilidad hacia el asunto, así como el reclamo cada vez más frecuente, por diversas vías y a título individual, de quienes poco a poco conseguían un mayor empoderamiento desde las múltiples identidades sexuales.

Como antecedente ya existían, desde los primeros años del milenio, inquietudes de grupos que recibían determinada atención desde el estatal Centro Nacional de Educación Sexual (Cenesex), como parte de programas de atención de salud (en el caso de las personas transexuales) y a partir de un acercamiento por iniciativa propia (como ocurrió con las mujeres lesbianas y bisexuales).

También la lucha contra el VIH/sida y los proyectos comunitarios para la formación de promotores voluntarios de salud, que desde finales de la pasada década del noventa comenzaron su articulación en muchos territorios del país, derivaron de modo tangencial en un punto de partida para hablar sobre la norma no heterosexual y nuclear, una incipiente base de futuros activistas y profesionales que fueran más allá del enfoque salubrista.

No obstante, fueron las Jornadas Cubanas contra la Homofobia y la Transfobia organizadas por el Cenesex a partir de mayo de 2008 —un año antes tuvo lugar la primera celebración pública del 17 de mayo como Día Internacional a favor de esa causa—, las que sin dudas ubicaron la cuestión de la diversidad sexual de manera progresiva y creciente en el foco del interés y discusión ciudadana en todo el país.

Fue así como la cuestión de los derechos LGBTI infiltró —de forma subyacente, secundaria, y no sin muchas resistencias homofóbicas y transfóbicas, es cierto—, las discusiones públicas para la elaboración de los Lineamientos para la política económica y social del país que aprobó el Partido en 2011, así como el posterior análisis ideológico de su Primera Conferencia Nacional.

El liderazgo político e intenso trabajo creativo de Mariela Castro Espín como directora del Cenesex desde 2000 y diputada en la más reciente legislatura, junto con el interés mediático internacional y nacional alrededor de su figura, constituyeron un factor decisivo para el avance inicial de esta agenda LGBTI y su inserción transversal en el programa de cambios para actualizar el modelo económico y social cubano.

Sin embargo, muy pronto resultó evidente la gran amplitud y elevada dificultad de las medidas económicas y sociales que emprendía el país, cuyo ritmo peculiar para su aplicación lo resumiría el presidente cubano Raúl Castro Ruz, casi en los inicios de la actualización, con la conocida frase de “sin prisa, pero sin pausa”.

Esta convicción política sobre la necesidad de introducir tales transformaciones de una manera paulatina y ordenada, para tratar así que sean eficaces y con el menor margen de error posible, responde además al carácter experimental, inédito y definitorio de tales correcciones para la sostenibilidad del proyecto socialista en Cuba.

Pero, en el caso del reconocimiento de los derechos de las personas LGBTI, durante esta última década no pocas concepciones evolucionaron de forma relativamente veloz a escala internacional, con una base científica sobre los estudios de la sexualidad humana y a partir de una agenda relativamente común, construida desde un activismo social muy visible.

Aunque no deja de ser cierto que también pudieran existir ciertos visos culturales hegemónicos y generalizadores en una parte de tales demandas, no siempre en correspondencia con las necesidades reales y la evolución de cada sociedad, también lo es que en un mundo cada vez más globalizado e interconectado esto pierde relativamente importancia, al menos desde la percepción individual de quienes asumen como propios tales reclamos y los sienten insatisfechos.

Dicho de otro modo, para que esas pretensiones en materia de derechos humanos sean legítimas, no resulta relevante la cantidad de hombres o mujeres homosexuales en Cuba que quieren contraer matrimonio, procrear descendencia o adoptarla, servir abiertamente como militares o en cualquier otro empleo, o si son muchas o pocas las personas trans que desean cambiar su nombre o género legal sin necesidad de cirugías de readecuación, entre otros muchos derechos y protecciones sociales que el Estado debería asegurar a toda su ciudadanía.

El problema radica entonces en el retraso relativo de Cuba en la discusión y puesta en práctica de algunas de esas garantías que ya las personas LGBTI en otras latitudes disfrutan, o que al menos otras sociedades, incluso más conservadoras, encaminan hacia un debate público o posible implementación jurídica.

Como consecuencia, en los últimos tres años comenzó a surgir una paradoja: el incremento de la cantidad de activistas y profesionales con empatía y conocimientos sobre la importancia de la diversidad sexual no halla su correlato en salidas concretas, tanto jurídicas como de políticas públicas, que satisfagan sus expectativas crecientes.

Esta situación produjo en los últimos tiempos múltiples insatisfacciones individuales y colectivas al interior de las redes de activismo, lo cual influye también, junto con factores organizativos y de financiamiento, en cierta discontinuidad de la labor de algunos grupos, tanto entre los que están al amparo del Cenesex como de otras iniciativas mucho más modestas que ahora mismo están muy debilitadas o casi reducidas a participaciones unipersonales.

No hay evidencias, sin embargo, de que tal impase signifique un abandono o retroceso específico en la voluntad del Estado cubano de enfrentar la discriminación por orientación sexual e identidad de género, como expresan quienes asumen las posturas más críticas, en algunos casos con claras motivaciones políticas de intentar socavar o restar relevancia a lo ya hecho.

Esta aparente “pausa” hay que apreciarla en un contexto muy específico, tanto interno como externo, que ha conllevado en mi opinión una ralentización de todo el proceso de actualización del modelo económico y social.

Entre las causas de este fenómeno podrían estar la mayor complejidad de las medidas que correspondían a este periodo, que pretendían abarcar desde los cambios en el sistema empresarial hasta graves problemas aún irresueltos como la dualidad monetaria y cambiaria, así como la atención excepcional que requirieron otros procesos políticos fundamentales como el VII Congreso del PCC, o el restablecimiento de los vínculos diplomáticos con el gobierno de los Estados Unidos y el breve periodo —ahora trunco— en que pareció empezar una normalización de las relaciones entre ambas naciones.

Así que no debería resultarnos tan extraña —aunque no lo quisiéramos así, por supuesto— la falta de avances formales en relación con los derechos de las personas LGBTI, si tenemos en cuenta, por ejemplo, que después de la aprobación a principios de 2014 de la Ley de Inversión Extranjera, el Parlamento cubano no volvió a discutir ninguna ley sustantiva hasta julio de 2017 con una legislación de impacto bien discreto como el uso de las aguas terrestres.

Desde la anunciada reforma constitucional hasta los cambios en la ley electoral, junto con otras normas jurídicas que están en proyecto desde hace años –el nuevo código penal, las leyes de empresa y de cooperativas, o el tan olvidado código de familia–, toda esa ardua labor quedaría entonces para una próxima legislatura, luego de la correspondiente renovación de los principales órganos del Estado y el gobierno prevista para 2018.

En esta coyuntura, la alternativa para el activismo en favor de los derechos sexuales y de las personas LGBTI no puede ser otra que la persistencia. Es preciso continuar con la labor educativa y de sensibilización, mediante el aprovechamiento de todas las posibilidades de interlocución que emanaron de los procesos de discusión política y de las medidas que fue posible concretar hasta el momento.

Al parecer, va a existir tiempo más que suficiente, sin ninguna prisa, para formar activistas e intensificar la construcción —desde una amplia base social— de las alianzas y los consensos que resultarán imprescindibles cuando llegue la hora de debatir e implementar nuevos cambios en las leyes y las políticas públicas que también garanticen, en materia de derechos para las

personas LGBTI, la concreción, sin pausa, de mayores resultados.

(Este artículo me lo acaban de publicar en el sitio de la corresponsalía en Cuba del Servicio de Noticias de la Mujer de Latinoamérica y el Caribe, SEMlac)

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