Ramón Pedregal Casanova.- La guerra de resistencia al fascismo de 1936 a 1939 en España por el Ejército Popular,  se vio prolongada por la guerrilla que se fundiría en el Ejército Guerrillero. La guerra de guerrillas se llevó a cabo en tres etapas: la primera desde 1940 a 1943, en proceso de agrupamiento de los antifascistas dispersos; la segunda comprende la creación de la Unión Nacional, que dirigirá la guerrilla constituida en Ejército Guerrillero, y va de 1943 a 1948; y la tercera etapa, que va de 1948 a 1962, el periodo durante el que hay derrotas militares y cambios políticos que desde la dirección política acaban con la guerrilla.


La resistencia armada al franquismo fue tenaz, duró de 1936 a 1962, y fue del pueblo, porque sólo con la participación del pueblo se pudo sostener, con su integración en sus filas y su colaboración.

Pero si a la resistencia armada al franquismo la caracteriza su tenacidad, la represión fascista sobre sus componentes y su entorno caía como el verdadero terror que representaba.

Traigo aquí lo que durante varios encuentros recogí de un importante miembro de aquella guerrilla que había resistido al franquismo: José Murillo, “ Comandante Ríos”, con cuyo grupo guerrillero operó entre las provincias de Córdoba, Ciudad Real, Huelva y Badajoz.

Fui a ver a José Murillo, “Comandante Ríos” (9-4-1924/2-9-2012) a su casa, en el barrio obrero de Usera (Madrid). Un portal pequeñísimo, sin adorno alguno, daba paso a una estrecha escalera muy empinada que se alzaba en escalones muy altos entre sí, con apenas una luz que parecía constreñida por las estrecheces.

Me abrió la puerta un hombre alto, anciano, dando la impresión de haber sido fuerte. El paso era tan pequeño que hubo de hacerse a un lado para dejarme entrar. Su mano cálida estrechó mi mano, y sus palabras manifestaron un hermanamiento de conciencia y convicciones. Allí estaba su esposa, nos miró, o me miró, con unos ojos de los que sólo recuerdo una profundidad que me retuvo. Allí estaba con un saludo que apenas se notó, en la cocina pequeñita. José Murillo, “Comandante Ríos”, me invitó a entrar metiéndose en la cocina. La casita pequeña, humilde, que había acogido a su compañera y a él, aquellos días me acogió también a mí. José Murillo tenía gafas graduadas, cabello ondulado y fuerte en un rostro que sostenía un aspecto de fortaleza y bondad. Su conversación la dirigía el interés por datos de lo acontecido, por el transcurrir de la Historia, por la escasa fortuna en la que había desembocado la pertenencia a la guerrilla, por los caracteres de la democracia que había dejado el franquismo, por la vida de la clase obrera en el momento en que vivimos… por todo lo que venía ocurriendo.

Me había invitado a sentarme en el comedorcito, teníamos dos sillas plegables de tela y una mesita, también plegable. De nuestras largas conversaciones recojo sólo lo que me fue contado en relación con su vida como guerrillero, hasta su captura y entrada a la cárcel. Dejo fuera todo lo demás, incluidas mis preguntas porque son sus palabras las que nos ilustran.

 

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Yo me incorporé a los “hombres del monte”, a los “huidos” -entonces no se hablaba de guerrilla- que habían escapado para defender su vida de Franco y de quien apoyó a Franco: Falange, los grandes terratenientes, los profesionales del Ejército, la Iglesia -el Papa bendecía el armamento que venía de Italia para los fascistas- y llevaban a Franco bajo palio, que eso es lo último... llevar a Franco bajo palio.

Ingresé en un grupo de “hombres del monte” que estaba en Sierra Perdiguera, provincia de Ciudad Real en el límite con Córdoba. Tenía 17 años recién cumplidos, era 1941, iba con mi padre. Yo ignoraba todo políticamente, era un niño, no conocía de la guerra más que sustos y carreras huyendo de las bombas.

Mi padre era un hombre de ideas socialistas, pero creo que nunca tuvo carnet del Partido Socialista, y luchó por sus ideas pasando por la cárcel. Él decía que como obrero tenía que ser de izquierdas. No sabía ni leer ni escribir. Al terminar la guerra le trataron muy mal. En la guerra le movilizaron y, como padecía una hernia, le pusieron de ranchero, en Comandancia que decían en Ciudad Real, y no tomó parte absolutamente en nada. Lo quisieron poner en el Ayuntamiento, pero como no sabía ni leer ni escribir… y cómo le trataron. Al terminar la guerra dijo Franco: “Aquél que no tenga las manos manchadas de sangre no le faltará pan y trabajo.” Y mi padre, que no tenía las manos manchadas de sangre… ¿de qué iba a tener las manos manchadas de sangre? Entonces mi padre cogió su macuto, se lo echó a la espalda y andando por la carretera se venía de Ciudad Real a El Viso, y se encontró con un camión en el que iban unos falangistas:

– ¿A dónde va usted?

– Voy a mi casa, a mi pueblo, a El Viso de Los Pedroches.

Y en vez de tirar el camión hacia Córdoba tiraba al contrario, y mi padre les dijo:

– Oigan que yo creo que van ustedes al contrario, yo tengo que ir para allá.

– ¡Ah! No se preocupe, nosotros le llevaremos.

Y le llevaron al campo de concentración de Castuera. Allí le hicieron bajar. En el campo de concentración de Castuera estaban los seres humanos amontonados, muertos de hambre, cubiertos de miseria y custodiados por la Guardia Civil. El campo de Castuera por lo visto ha sido uno de los peores. Pasó seis meses, seis meses comiendo raíces, cardos, bellotas… y con la raíz de esos cardos borriqueros se mantenían, algunos se envenenaban… Yo tenía entonces 15 ó 16 años. Nosotros sabíamos que estaba en Castuera, pero no podíamos ir a verle, no teníamos medios, yo era el mayor de seis hermanos, mi madre siete… Teníamos cuatro cabras y un burro. Con esas cuatro cabras tratábamos de buscar la forma de mantenerlas para que pudiésemos cambiar un litro de leche por esto o por lo otro. Y en esas fatigas estábamos. Segábamos una cerca de lentejas y ese pasto se lo dábamos a comer a las cabras. Todas esas calamidades… Y los caciquillos del pueblo, que se habían criado con mi padre, amigos de mi padre, criados juntos de niños, me dijeron:

– ¡Murieo! ¿Y tu padre?

– Mi padre está en el campo de Castuera.

– ¿Y por qué no viene?

– Porque no le quieren poner en libertad. Mi madre ha hablado con el cura, ha hablado con el alcalde… y no le quieren hacer un vale, un salvoconducto.

– Si tu padre no tiene porque temer, si puede venir al pueblo.

Yo les explicaba las fatigas que estábamos pasando.

 

Y un día mi padre se presenta, sin avisarnos, no podía, no sabía. Serían las doce de la mañana. Mi padre llegó y se encontró el cuadro de seis niños, que los tapaba con una gorra. Nos llevábamos dos años y el mayor era yo. Mi padre nos besaba, nos abrazaba, lloraba. No lo conocíamos entre la sangre que traía, el hambre, la miseria, los piojos… Mi madre lloraba poniéndole la palangana. Aquello era un cuadro para verlo, no para contarlo. Cuando mi madre puso la palangana en un rincón, tocan a la puerta. Yo, que era el mayor, digo:

– ¿Quién va?

– ¡Abre, Murieo!

Abro la puerta y entran cuatro señores, y los cuatro eran conocidos de mi padre, hijos de un amigo suyo, habían trabajado juntos porque mi padre se dedicaba a comprar y a vender ganado cuando no tenía trabajo y el padre de ellos tenía una hacienda, y entre ellos dos compraban una partida de lechones pequeñitos, jovencitos, y los vendían, los compraban, los vendían, o borregos, y así se ganaba… Y le dijeron:

– ¡Murillo! ¿¡Qué haces aquí!?

Y mi padre, que le cogió mi madre la toalla, los saludó; como era costumbre en los pueblos, eran todos como familia. Con ellos venía el cabo de los municipales, “El Berraco” le llamaban de apodo. En los pueblos se conoce a la gente más por los apodos… Otro que iba era hijo de un terrateniente, Juanito… No doy nombres.

– Bueno, ¿cuántos animales tienes?

Y nosotros, todos de pie, llorando, mirando a mi padre.

– En estos momentos no sé lo que tengo; mis hijos sabrán. Éste que es el mayorcito sabrá si hay algo o si no hay nada.

Y yo conté:

– Tenemos cuatro cabras, cada una con un chivo, el burro y dos cerdos en la corraleja.

En los pueblos, en aquel entonces, la matanza era muy importante.

– Pues venimos a despropiarte, a quitarte el ganado. Y la escritura de la casa, ¿dónde la tienes?

– Esta casa era de mi abuelo, era de mi padre y yo la heredé de él. Por ahí habrá un papel.

De faltas de ortografía no se podía entender… Y dice mi padre:

– ¿Y a cuento de qué a mí se me quita el ganao, a mí se me quita mi casa? Entonces, ¿qué voy a hacer con mis hijos, dónde los voy a meter, cómo los voy a cuidar, cómo los voy a mantener?

– Murillo, tú, de momento, la boquita cerrada, ¿eh?, que las tapias del cementerio están muy cerca. Y venga, el ganao. Y ves preparando la escritura de la casa.

Abren la puerta del corral, entran un par de ellos y sacan el ganado, y entonces una de las cabras era de raza “samuesa”, que tienen las orejas muy pequeñitas, era muy bonita, y tenía una chiva, una chivita que era una cosa preciosa… Las costumbres en los pueblos: en las familias pobres, si había gallinas, cerdos, cabras, burros, los hijos teníamos uno cada uno, “éste es mío, éste...” Cuando paría la cabra, la burra, la yegua… Y entonces mi hermanilla la pequeña era la de la chiva pequeña: “¡Esa chivita es la mía!” Todos los hermanos respetábamos que era la chiva de la niña. Luego cada uno teníamos la nuestra. Y entonces, cuando salió la chivita, mi hermanilla se tira a ella y dice: “¡No, no, ésta no, ésta es la mía!”, llorando la criatura. Y uno la cogió y se la quitó a la niña tirándola al rincón de la casa, allí llorando… Esto tengo que decirlo porque es la razón por la que mi padre tuvo que abandonar a su familia, a su pueblo, internarse en la montaña con los hombres que había huidos, que eran de sargento para arriba, que se refugiaron para salvar su vida y ver en qué quedaba la “paz honrosa”, y procuraban no meterse con nadie, ni atacaban a nadie; buscaban la supervivencia. La razón por la que mi padre debió escapar fue este avasallamiento. Es increíble que esto se pudiera dar y cómo se dio al terminar la guerra y durante cuarenta años de dictadura de Franco, que es lo que yo quiero que el pueblo sepa: qué fue la dictadura.

Cuando los otros nos habían quitado todo, mi padre les dijo:

– Entonces por lo que se ve no tengo derecho a hablar, sois vosotros los que… Si tu padre levantara la cabeza y viera lo que estás haciendo, te daba un guantazo que dabas vueltas aquí. Esto no es justo y eso de que yo no pueda defenderme, ni a mis hijos, ni a mi familia, es lo último que me quedaba… Vosotros sois el cuchillo y yo soy la carne: cortad por donde queráis.

Así, esas fueron las palabras de mi padre. Al otro día vinieron a por las escrituras y nos dieron veinticuatro horas para abandonar la casa. Entonces mi padre dijo a mi madre: “llégate a...”, una chica que estaba de asistenta con el médico, con el único médico que había republicano en el pueblo. En el pueblo había tres: dos eran de derechas, terratenientes, y este hombre estaba allí postergao, y era de izquierdas, republicano, y esta muchacha no tenía padre ni madre. Mi padre con este médico tenía alguna relación, y le decía a mi madre:

– Llégate y habla con la chica del médico, a ver si nos puede dejar su vivienda.

Mi madre habló con ella y esta chica cogió la llave, abrió y se la entregó:

– Aquí tenéis mi casa a vuestra disposición.

Los vecinos en la calle nos ayudaron con las camas, las sillas, lo poco que había… Una vez situaos, por la noche, mi padre me llama a mí al corral, me echa el brazo por encima y me dice:

– Hijo, siempre te he considerao además de como un buen hijo, como un buen amigo. Quiero decirte que yo en esta situación no puedo seguir en el pueblo: ésta gente hoy han hecho esto, mañana me van a hacer otra cosa y pasado mañana me van a llevar a las tapias del cementerio. Entonces tengo que irme del pueblo. Como hijo mío, como mi mejor amigo, te voy a confesar dónde voy a ir. Tú vas a hablar con… y que te apareje el burro y tú te dedicas a lo que sea: a traer leña a casa, a traer una carga de tomates… porque yo me voy a la huerta de… que allí tengo buenos amigos, a ver si me dan trabajo y entre las tomateras puedo camuflarme. Y el único que sabe que estoy ahí eres tú. No lo digas a nadie. Tú coges tu gorra, vas allí y te cargo el burro.

Y así se hizo. Al cabo de un tiempo, estando mi padre entre las tomateras aquellas, yo había hecho ya unos cuantos viajes y no le decía a nadie de dónde venía, a dónde iba… Mi padre siente los pasos de una jaca:

– Pero Murillo, ¿¡qué haces aquí!?

Mí padre pensó: “Ya me han descubierto”. Era el hijo de un guarda de una finca, de un administrador, un hombre que no se metía en nada pero que siempre votaba a la derecha.

– Estoy trabajando en la huerta, cuidando de los tomates.

– Pues me alegro de haberte visto, porque a mi padre le han dejado al cargo de las siete fincas que tienen en Pozo Blanco y tiene que comprar ganao, tanto de cerda como de lana, y las yuntas para las labores. Vente que vas a estar mejor, vamos a poner en marcha la finca. Como sabes yo no entiendo y ahora que es la época de las ferias vamos los dos y cumplimos con esta misión y hacemos un favor a mi padre.

Y de feria en feria iban comprando y tuvieron la suerte de que compraron una partida de cochinos que aquello parecía que los habían cortao todos con la misma tijera. Era un ganao joven, se les llama allí “marranillos”, y además las ovejas por otro lado. El otro le dijo a mi padre:

– Vamos a ver si te puedes quedar aquí. Yo voy a hablar con el ingeniero don Francisco para que te quedes con nosotros, de encargao general.

Mi padre le echó al ganao un reguero de cebada por el camino y cuando el otro vio aquella reata, que era digna de admiración, salió del coche. Era la primera vez que yo veía un coche, y se emocionó y todo viéndolos: “Esto se lo tenemos que agradecer a este chico.” En Andalucía se llama “chico” a todos, hasta a un hombre de 80 años. Y entonces le dio la mano y le dijo:

– Yo quisiera, mire usted, que se quedase con nosotros, que es un hombre que entiende. Venga, un papel y que ponga lo que quiere ganar.

– Es que en este momento –dijo mi padre– no sé cómo están los sueldos, lo que gana un herrero, un porquero…

Y dice Alfonsito, el que le había llevao:

– Sí, sí, don Francisco, no se preocupe usted, que yo me encargo de hacer un escrito.

– Pues venga: encargado general de las fincas.

Mi padre estaba emocionao. La finca se encuentra a unos kilómetros de El Viso, pero está en términos de El Viso, se llama Entrearroyos. Mi padre tiene que buscar gente para llevar el ganao, para la yunta, y busca dos chicos jóvenes, para el ganao de lana, para las cabras. Cogió personas de El Viso y de El Guijo, un pueblecito más pequeño de allí cerca. Es decir, mi padre puso aquello en marcha. Todo el mundo quería a mi padre y además otra cosa: las bellotas se cogían y se echaban en un toril, y las bellotas se repartían entre los que trabajaban. Todas las mañanas se llevaban un taleguito de bellotas, para sus niños, y eso era una ayuda. Si se traían diez costales de cebada, de trigo, de garbanzos, eso, los garbanzos, el trigo… se hacía harina y los garbanzos se repartían por igual. Allí todo el mundo comía igual. Aquello creó un ambiente alrededor de mi padre.

Y en eso se presentan un día cuatro guardias civiles de Santa Eufemia, y estaba yo, porque como era el mayor, pues mi padre y mis hermanos, mis dos hermanos que me siguen, se iban a guardar el ganao, y como era en verano al rastrojo, a las rastrojeras, y yo me quedaba en la choza, que más era una casucha, y estaba haciendo el gazpacho a la sombra, para cuando vinieran a encerrar el ganao tenerlo hecho.

– Buenas tardes, ¿dónde está su padre?

– Mi padre está guardando el ganao, –entonces me levanto y les señalo– mire usted, aquella vaguada, ahí está mi padre.

– ¿Y dónde tiene tu padre a los rojos escondidos?

– Yo no sé ni qué son rojos ni blancos. No entiendo lo que usted me habla.

– Bueno, dale una voz y que venga.

Conque les doy un silbido y digo que vengan. Una vez allí saludó:

– Buenas tardes nos dé Dios.

– Díganos en primer lugar, ¿dónde tiene escondidos a los rojos?

– De eso no entiendo nada. ¿No ve usted mis manos de trabajar de noche y de día para mantener a mis seis hijos? De lo único que entiendo es de trabajar.

Los ganaderos tenían, para guardar los cochinos, un látigo con un mango muy cortito. Lo tiraban así y daba un crugío… Y eso era una pieza que era heredada de padres a hijos. Mi padre decía que ese látigo era de su tatarabuelo, de su abuelo… pero cada uno le añadía un trozo. Y la correa que terminaba era finita para que escurriera. El que heredaba ese látigo le añadía ese trozo. Bueno, eso era como una cosa sagrada. Además era una herramienta de trabajo, y eso estaba colgao allí. Un guardia lo cogió. Entonces mi padre, creyendo que era un buen, se puso a contarle que se trataba de una herencia. Y, ni corto ni perezoso, se arrimó otro más y entre los dos sacan la navaja, cortan el látigo y empiezan a hacerlo trozos. Decían: “Mira qué berbajo sale de aquí.” Y entonces mi padre saltó:

– ¿¡Qué están ustedes haciendo!? ¡Qué eso para mí es muy sagrao, como para el creyente la cruz, y eso es heredao de mis abuelos.

Y mi padre, llorando por el látigo.

– Se tiene que venir con nosotros. No nos quiere decir dónde están los rojos.

Mis hermanos habían venido, le daban besos, le abrazaban. Él pidió permiso para ponerse una chambra, una chaqueta que usan los pastores, conforme decía:

– Qué va a ser de mis hijos, solos…

– Ya son mayorcitos. Venga.

Y se lo llevaron. Nosotros nos quedamos allí los tres. “Y qué será de nuestro padre… Y qué le harán…”, llorábamos. Y yo tenía que conformarlos y pasamos la noche en esas. Al ser de día, ya venía apuntando el sol, el perro ladra y se calla enseguida. Cuando vemos que viene mi padre, salimos corriendo y nos abrazamos a él, que lloraba.

– Papa, ¿qué te han hecho?

– A la noche me metieron en el calabozo del Ayuntamiento, echaron la llave y allí no ha acudío nadie hasta esta mañana, que han llegao un guardia civil y un municipal y han abierto y me han dicho que venga, fuera, pero que a las veinticuatro horas me tengo que presentar al cuartel de El Viso, al sargento de la Guardia Civil.

Uno de los muchachos que mi padre había buscao para una de las yuntas resultaba que es primo hermano del jefe de Falange de El Viso, y me dice mi padre:

– Sube a la casa de la finca y dile a este muchacho que me pasa esto, a ver si él puede hablar con su primo.

Y es que en el cuartel de la Guardia Civil a los campesinos, sobre todo a los ganaderos, les llamaban y les pegaban unas palizas… El muchacho habló con mi padre y acordaron que yo cogiera una yegua serranilla, esas yeguas son más pequeñas que las normales, y que fuese a Pozo Blanco a avisarle al administrador. Yo fui a Pozo Blanco, que no sé cómo no reventé la yegua de cómo iba, y ellos se fueron a El Viso, al cuartel de la Guardia Civil, y el otro a hablar con su primo:

– Yo te aseguro, te prometo que Murillo no tiene nada que ver en estos laberintos. Está dedicado a su trabajo y no sabes lo bien que lo está llevando. Juro y prometo y doy lo que haya que dar en defensa de él.

Y su primo parece que le dijo:

– No te preocupes, yo confío en ti y en lo que tú me digas. Yo hablaré con el brigada.

Y a mí el administrador me dijo:

– ¿Es que tu padre es rojillo?

– Yo no entiendo de eso.

Y siguió:

– Dile a tu padre que se quite del medio porque será el primero que vaya a la cárcel.

Yo me monto en la yegua corriendo y fui al cuartel, pregunté al de la puerta pero me dijo que no sabía nada. El hombre me ayudó a atar la yegua a una ventana:

– Espera aquí, chico, que ya vendrá.

Entonces asoman mi padre y el chico y entran en el cuartel, y está el brigada sentao y dice:

– El rojo número 1, ya tenía ganas de cogerlo.

El brigada tenía un garrote, un retoño de las encinas que cortaban los ganaderos para el ganado, y le dice:

– ¿Dónde tiene usted a los rojos escondidos?

Y mi padre le dijo:

– Mire usted, no entiendo lo que usted me está diciendo. Yo sólo entiendo de mi trabajo, lo único que me preocupa es dar de comer a mis hijos.

– ¿Ve usted ese garrote? Pues si usted no lo sabe este garrote va a saber dónde los tiene escondidos.

Entonces se presentó el jefe de Falange, y el brigada cuando lo ve entrar se queda… Y el jefe de Falange, ni corto ni perezoso, le dice:

– A este chico no tenga usted que molestarle absolutamente para nada, yo respondo por él. No tiene nada que ver con lo que se está diciendo. Este chico trabaja con mi primo y lo que me diga mi primo es sagrao, y está haciendo falta en la finca para cuidar el ganao.

El brigada no hacía mas que decir “a sus órdenes”. Mi padre, acostumbrao a vivir en un pueblo donde todo el mundo se trataba, tanto en la guerra como antes de la guerra, me dijo:

– Por lo bien que se ha portao el jefe de Falange yo no me voy de aquí sin invitarlo a un vino.

Y yo con mi yegua fui detrás de ellos al casino de los señores, y allí se meten el jefe de Falange, el brigada y mi padre. Yo me quedé en la puerta, cuando llegan dos de los que fueron a mi casa a despropiar a mi padre, entran y los encuentran tomándose el vino, y se plantan diciendo:

– Lo que nos quedaba ya que ver, al rojo número 1 del pueblo ni más ni menos que tomándose  un vino con el brigada y el jefe de Falange.

Y el jefe de Falange les dijo:

– ¿A ustedes quién les ha dado vela en este entierro? Sigan su camino. Ya está todo hecho –le decía al brigada.– Usted a su puesto, yo al mío y este chico y mi primo a la finca a cuidar el ganao.

Mientras mi padre me ayudaba a subir a la yegua, él estuvo hablando con su primo y cuando íbamos por el camino, antes de llegar a la finca, le dice a mi padre:

– Murillo, tengo que decirte lo que me ha dicho mi primo: que no nos preocupemos por nada, pero que ve esto un poco sucio, y me ha dicho que te diga que en la medida que puedas te quites del medio, que no te vean andar por aquí.

Entonces mi padre le dice:

– Tienes razón, pero… ¿dónde voy yo y mis hijos y mi mujer?

– Vamos a estar todos pendientes, y si luego vemos que…

Esto quedó así y a los tres o cuatro días, estando mi padre y mis hermanillos con los cochinos, llegan ocho o diez jinetes:

– ¿Y tu padre?

Mi padre vino y los saludó como él era:

– ¿Qué os trae por aquí?

– Venimos a que nos vendas el perro.

Teníamos un perro que nos lo dio un bellotero a mi hermano y a mí, de cachorrillo, lo criamos y salió muy bueno para la caza. Si era una liebre, la cogía a la carrera, y nosotros se lo contábamos a los vecinos. Mi padre le dijo:

– Pues hombre, me pedís una cosa que yo ahí no decido. El perro es de mis hijos, lo han criado ellos, se lo regalaron los belloteros, es cosa de ellos.

– Nosotros venimos a comprártelo, a pagártelo.

– No, jamás en mi vida he visto que vendamos un perro, aquí nunca se ha vendido un perro, dao sí, “oye cuando para la perra me crías o me das…”, eso sí.

– Bien está que seas el rojo número 1, pero ya no te atrevas también a decirnos…

– Yo no hago nada, ni quito ni pongo. El perro es cosa de mis hijos.

Entonces mi padre silbó y vino el perro y mis hermanos se abrazaron a él. Los otros le dijeron a mi padre:

– No te preocupes que ya vendremos, pero cuando vengamos no va a ser a por el perro, va a ser a por ti.

Pegaron espuelas a los caballos y echaron a correr. Mi padre se lo contó al primo del de Falange y el otro le dijo:

– Lo veo mal. Se oye decir que hay en la Perdiguera, en la sierra, hombres que no se entregaron cuando la guerra. Sería bueno que subieras a ver si los ves.

Y estaba él y otro chico, Angelito Chocolatero, mi padre y yo contra la pared de una cerca que había, la usábamos para criar conejos y gallinas, y cuando mi padre aceptó dice Angelito:

– Murillo, pero yo aquí veo un problema: éste va a cumplir 17 años y en el momento que tú desaparezcas van a querer que diga dónde estás. Y él, claro, no va a saber, pero aunque lo supiera, no lo va a decir porque es contra su padre. Entonces va a ser la víctima. Lo van a meter en la cárcel y esto es lo que yo veo aquí.

Entonces mi padre dijo estas palabras, que no se me pueden olvidar:

– A mi hijo no lo matan de rodillas. Mi hijo se va con su padre a defender su vida y la de su padre, la de los dos. Nos defendemos mutuamente; de rodillas no podemos morir.

Y ese “de rodillas” lo mentaba. Y entonces mi padre me dio un abrazo y me dijo:

– Hijo, pasa a la casilla y despídete de tu madre y tus hermanillos. Y lo que sea de uno, sea de los dos.

Entonces yo me voy para la casilla y veo a mis hermanos todos sentados con mi madre, con una niña de dos meses, que hoy es monja… entró en la cárcel con dos meses y salió con seis años… Y cuando yo veo aquel cuadro no soy capaz de llegar donde están y darles un beso, un abrazo… Me vuelvo a salir llorando, llego donde está mi padre y digo:

– Papá…

– ¿Qué, hijo?

– Papá, ya.

A mi padre le pasó lo mismo: abrió la puerta y cuando vio el cuadro, se volvió para atrás. Nos despedimos, aquellos muchachos se despidieron de nosotros, nos dieron un abrazo y nos fuimos a la sierra.

 

 

*********

 

 

Por allí vimos una peña muy alta y mi padre me dijo:

– Súbete y mira a ver si encuentras o sientes algo.

Y cuando miro desde arriba veo que debajo mismo hay un grupo de hombres sentados, tapados con mantas, hechos un corro, y le digo a mi padre que suba. Cuando mi padre sube y los ve, dice: “Éstos son los hombres que buscamos”, y les grita:

– ¡Compañeros!

Al decir eso los otros cogieron los fusiles, y mi padre:

– ¡Qué no llegue la sangre al río! Venimos en son de paz, compañeros. Mi hijo y yo queremos hablar con vosotros.

Un par de ellos subieron y nos ayudaron a bajar.

– Explíquenos usted.

Mi padre, el hombre llorando a lágrima viva, y yo… Y los hombres miraban: eran hombres todos de cuarenta años, capitanes, comandantes, alféreces… Entre ellos estaba el capitán Curruco; para mí es uno de los hombres que yo he encontrado en esta vida que de verdad era un ser humano en todos los sentidos. Era del Partido Comunista, respetaba y sabía respetar, y se hacía querer porque luchaba por una causa justa. Después de hablar con mi padre me dice a mí:

– Y tú, ¿dónde vas?

Mi padre respondió:

– Conmigo, a defender su vida.

Yo dije:

– A pegar tiros y a matar fascistas.

Lo que se oía.

– ¿Y qué arma te vamos a dar si los fusiles son más altos que tú?

Y es que yo me crié regordete de cara pero bajo de estatura. Mi padre decía:

– Si no es un fusil, una escopeta. Y si no, una tercerola.

Nos dieron de comer, nos hicieron una tienda de campaña; en cada tienda dormían dos. El capitán Curruco me dijo:

– ¿Qué edad tienes?

– Voy a cumplir 17 años.

– Tú de política no entiendes nada, ¿verdad? De momento no te preocupes por la política, ahora quiero que te preocupes por defender tu vida y la de los demás. Nosotros sólo estamos en contra de la dictadura de Franco, que se ha sublevado contra el gobierno republicano. Nosotros somos republicanos. Y para que un día, que no esté lejos, Franco desaparezca –porque la cosa estaba en que si Franco iba a durar o no, ellos sabían que las potencias, la socialdemocracia, no estaba por echar a Franco. Y también sabían que no eran ellos solos: que había miles de hombres repartidos por aquí y por allí, y que esos hombres tendrían que organizar un movimiento guerrillero–, lo que vas a tener que aprender es qué es un guerrillero, qué obligaciones tiene y qué deberes, porque dentro de muy poco seremos miembros del Ejército Guerrillero.

Era el año 41. No se hablaba todavía de la Unión Nacional. Eso hasta el 44 no se iba a hacer. Yo tenía que aprender a luchar contra Franco y la Falange, y respetar a los campesinos; los campesinos tenían que ser nuestro apoyo. Al día siguiente de nuestra marcha a mi madre la metieron en la cárcel con mi hermanilla de dos meses.

Yo allí tenía como hermanos a los campesinos. El capitán Curruco me decía:

– Esa pastora, ese pastor, ese casero, esa casera, son tu padre y tu madre, y esos son tus hermanos, y tienes que aprender a tratarlos y a quererlos, a defender sus vidas. Es decir, cuando llegues a un cortijo tienes que decir: “Ésta es mi madre y ésta es mi hermana.” Eso es lo fundamental para ti. La política déjala; cuando tengas edad ya te diré yo lo que es la política. Tienes que ir bien pelao, tienes que ir afeitao, cuando llegues a un caserío te tienes que presentar como una persona civilizada.

Después vino la consigna de organizarse política y militarmente. Ya se empezaba a hablar de la Unión Nacional, del Movimiento Guerrillero, y hubo una reunión y vino Julio, que había sido diputao y era del Partido Comunista, y habló de unirse política y militarmente, que no podíamos estar unos por aquí, otros por allí, que aquí los partidos había que olvidarlos: había que ser guerrilleros y que luchábamos contra la dictadura de Franco. Hubo uno que dijo que él estaba de acuerdo con dejar los partidos a un lado:

– Pero –dijo–, quiero saber quién es éste compañero y quién lo manda, porque parece un guardia civil camuflado, trae hasta zapatos bajos y pantalón.

Entonces Julio me llama aparte y me dice:

– Tú le vas a decir quién soy. Pregúntales si recuerdan al diputado y presidente de las Juventudes Socialistas Unificadas en Córdoba.

Entonces yo les digo:

– Compañeros, este hombre me dice que si hay alguien aquí que se recuerde del presidente de las Juventudes Socialistas Unificadas en Córdoba.

Y sale uno por allí diciendo: “Yo te vi en tal sitio, en el mitin de tal y eras diputado.” Salieron dos o tres, alguno dio el nombre de su mujer. Yo tengo su documentación porque a él lo mataron en Ciudad Real. Con esto empezó a organizarse la guerrilla y se creó la 3ª Agrupación de Sierra Morena: siete guerrilleros, seis guerrilleros y un jefe de guerrilla. Curruco habló con Mario de Rosa y le dijo:

– Este chico es un niño, pero es un hombre. Tiene más posibilidades de ser un guerrillero que los que tienen ya 40 años. Yo llevo con él unos años. Hay que nombrarlo jefe de guerrilla.

Tenía yo 19 años, casi metido en los 20, cuando, efectivamente, en un viaje que hicimos por la parte de Badajoz y Toledo estaban los hermanos Quincoces, con chaquetas de piel de borrego que ellos se hacían. Los hermanos Quincoces eran tres hermanos, y allí, por mediación de Curruco, es cuando se me nombra jefe de guerrilla. Votaron a mi favor, y mi padre me decía:

– ¡Hijo mio! ¡Cómo tú siendo un niño te hacen jefe de guerrilla habiendo hombres con más edad!

Me abrazaba llorando mientras el cocinero le decía:

– No te preocupes, que tu hijo es muy joven pero tiene unas cualidades que no las tenemos muchos de nosotros y hay que ayudarle. Vale mucho y con su comportamiento puede dirigir a la guerrilla.

Yo siempre era el primero para todo, siempre iba delante. Fui recibiendo las órdenes del Alto Estado Mayor, de Córdoba. Los dirigentes eran del Partido: Mario de Rosa, Julián Caballero… Mis compañeros, los campesinos, unos y otros me querían: querían al Comandante Ríos. Eso de Comandante Ríos lo creó la Guardia Civil… Los niños de los campesinos querían al Comandante Ríos porque llegaba y les daba un caramelito, un beso, sobre todo un beso, y a la madre no podía más que decirle:

– Señora, mire usted, la estoy viendo, la estoy mirando, y cuanto más la miro, más se le parece usted a mi madre.

Su respuesta muchas veces era:

– Ay, hijo mío, ¿es que no tienes madre?

– Tengo madre, pero la tengo en la cárcel, permita que le de un abrazo.

Y los niños estaban a su lao y yo cogía a los niños. Yo le decía a la madre a veces: “¿Podría freír un huevo y un torrezno a mí y a mis compañeros?” Cuando nos íbamos los niños se me abrazaban, me besaban y me decían: “Comandante Ríos, mi mamá te quiere mucho.”

Me pusieron Ríos porque yo hablaba mucho de los ríos, cómo había que cruzarlos, y yo cruzaba el primero, les explicaba por dónde había que cruzar, cómo iba el agua. A mí lo que más me hizo fue que uno se dejó la pistola una noche al otro lado del río y cuando llegamos a parar se dio cuenta: “Me he dejado la pistola.” Teníamos que cruzar con las botas puestas por si al otro lado estaba la guardia civil. Con la ropa remangada y las pistolas y las bombas colgadas para que no se mojaran. Y el que se la había dejao, en vez de ponerse la pistola colgada, se le cayó al suelo. Habíamos andao ya cinco ó seis kilómetros y yo les dije: “Fumaros un cigarro, voy a por ella.” Yo tenía por costumbre, por donde iba, si pasaba al lado de una charneca, cortar un cogollo de la charneca y lo dejaba tronchao; si era de una jara, una jara, un chamarro… y me fijaba en el cerro más alto, en el más bajo, en qué cerro sobresalía en la dirección… Para mí era muy importante porque era fundamental para saberse conducir. Entonces cogí la ruta, crucé el río y encontré el arma. Total, cuando ellos pensaban que iba a tardar tres o cuatro horas, tardé tres cuartos de hora.

– ¿¡Cómo has podido dar con ella!?

Todos me abrazaban, me felicitaban; eso fue lo que hizo que me llamasen desde entonces Ríos. Lo de Comandante me lo puso la Guardia Civil: la Guardia Civil decía que yo era un hombre que pertenecía al Ejército Ruso, que era un jefe del Ejército Ruso, que tenía unos conocimientos y tal, y por eso no había medio de cogerme.

Nunca manifesté a mis compañeros que sabía más que ellos, nunca jamás. Yo pensaba siempre que lo mismo que esa mujer podía ser mi madre, y tenía que ser mi madre porque yo no tenía madre ni hermanos, mis compañeros eran como era yo y, por una circunstancia que nos obligaba a ocupar ese lugar en la sociedad, teníamos que luchar contra nuestro enemigo común que era el fascismo. Si había que hacer una marcha una noche, el primero en cabeza era yo. Y cuando yo me tiraba a tierra, mis compañeros se tiraban a tierra. Yo siempre llevaba una piedra en la mano y cuando tiraba la piedra, al oírla, ellos ya sabían que debían tirarse a tierra. Yo les enseñaba esas cosas con todo el cariño del mundo y con todo el respeto; todos estábamos allí por la misma causa. Si había que llegar, como cuando caí herido, a un caserío que no sabíamos quien estaba dentro, el que daba la cara era yo, el jefe de la guerrilla. Yo me daba cuenta que ya no era un niño, pero nunca jamás pensé que yo era un hombre que lo sabía y lo hacía todo, yo me sentía uno más. Con siete u ocho años en la guerrilla en las provincias de Córdoba, Badajoz, Sevilla y Huelva, yo caí herido en Huelva. Era muy popular. Ahí está el Cortijo del Acebuche, el Cortijo de La Alegría… ¿Has visto “La memoria de la guerrilla”? Ahí sale un cortijo: ese es el Cortijo de La alegría. Lo llevaban cuatro hermanos que eran sobrinos del Arzobispo de Pamplona de entonces, y el mayor de los cuatro era el que mandaba. A ese cortijo llegamos una noche y, con mucho tacto, con mucho cuidado, con mucho cariño… yo a los trabajadores no he preguntado nunca: “¿Eres de derechas o de izquierdas?” Íbamos al caserío y estaban las mujeres. Una sale de aquí, otra… y mis primeras palabras para ellas fueron en el recuerdo de mi madre. Nos ofrecieron algo de comer y entonces salió Francisco Caro, el mayor, y me dice:

– Quería hablar con usted…

– Pues dígame.

– Nosotros somos una familia y somos muy católicos. Si ustedes, como estoy viendo, respetan nuestras creencias, yo les prometo, les aseguro, que en nombre de mis hermanos respondo a sus necesidades. Estoy dispuesto a colaborar con ustedes como una persona que soy, un campesino.

Después de hablar un buen rato nos dimos un abrazo y el hombre me dice que pasase a su habitación. Una vez allí levantó el colchón y sacó una pistola del nueve corto, la cogió del cañón y me dijo:

– Tenga usted. Les puede servir de algo. Yo la tengo aquí y no sé para qué. Puede ser para defenderme, pero de qué. Y puede que un día me enfade, me acalore con un empleado y le pegue un tiro, así es que le pido que me acepte usted esta pistola.

Allí nos hicieron unos torreznos y yo di una charla sobre nuestra causa, sobre porqué luchábamos contra Franco y la Falange y en defensa de los campesinos perseguidos por el régimen. Dejábamos claro que cada uno podía pensar como quisiera, no siendo ni franquista ni falangista, y las creencias para nosotros eran totalmente libres. Esa casa se convirtió en la base que teníamos en el término de Granja de Torrehermosa, en la campiña de Badajoz. Allí comíamos, dormíamos, porque la noche en las montañas era muy dura, la nieve, el frío, la lluvia… Se pasaba muy mal, muchas noches dormidos, acurrucaos, sentaos, con la manta empapada, y no había otro remedio. Nosotros en las cuevas no nos metíamos; nos quedábamos al aire libre, donde se oían los pasos de la Guardia Civil, para saber siempre quién venía, debajo de una margoya, una charneca… En el Valle de Los Pedroches hemos pasado días enteros subidos a la rama de una encina, ahí sentaos.

Nuestras conversaciones eran sobre nuestra familia. Nuestros familiares estaban todos en la cárcel. Los campesinos nos traían las noticias de la cárcel de Córdoba y de otras cárceles, nos traían un periódico que escribían en la cárcel. Yo me enteré del día que salió mi madre de la cárcel después de seis años por la prensa, porque mi madre se tiró seis años en la cárcel y no la pudieron juzgar porque no tenía delito: consejo sumarísimo y absuelta. Fue mucha suerte, y la tuvieron seis años. Así era entonces; te encerraban por nada. A mi madre le quisieron quitar la niña y dijo que si se la quitaban se tiraba desde el balcón. El director y las monjas acordaron llevarse a la niña a su pabellón, y de noche dormía con las monjas y de día estaba con mi madre. Tenía que comer y dormir con las monjas; salió con seis añitos.

El nombre de nuestra base era El Cortijo de La Alegría; lo digo en la película sobre la guerrilla. Nos sentábamos a comer con todos: chicos, chicas, mayores… Y nos apreciaban y nos querían como si fuésemos de la familia. En el valle Este de Extremadura nos apreciaban mucho: Granja de Torrehermosa, Azuaga, Vlázquez…

El terrateniente número 1 era de Granja de Torrehermosa, don Manuel Naranjo. Era el terrateniente más bandido que había, el que más abusaba de los trabajadores, hasta que nos cruzamos en su camino y decidió hacerse aliado nuestro. ¿De qué manera? No le amenazamos ni le dijimos: “Usted es un asesino, usted es un canalla.” Le esperamos una noche por donde sabíamos que pasaba con su jaca. Llevaba pistola y escopeta de dos cañones, y le dimos el alto: “Las manos arriba, no se mueva.” Y paró la jaca y nos dio la escopeta y la pistola, y hablamos con él:

– Don Manuel Naranjo, aquí tiene usted a unos amigos. Sabemos que usted tiene un capital y que disfruta viendo a sus trabajadores trabajar, pero usted con Franco no quiere saber nada –y él era un franquista como todos los terratenientes.– Tenemos entendido que usted es un hombre que lo que tiene lo ha heredado de sus padres –era mentira: lo había robao–, y nosotros luchamos en contra de Franco y la Falange, a favor de los terratenientes y los campesinos para que esto sea un poco más justo. Y le queremos decir que colabore con el Ejército Guerrillero, nosotros somos el Ejército de la República y luchamos por la libertad del pueblo, que tenga su gobierno constituido legalmente. Usted es una persona que puede colaborar, usted no es franquista. Si fuese franquista, yo no le hablaba así; le pegaba cuatro tiros y ya está.

A este hombre le pasarían muchas cosas por la cabeza porque él sabía que por su comportamiento, como terrateniente, el pueblo lo quería muy mal, y que si un día había un cambio, él lo iba a tener difícil. Su satisfacción estaba en coger su jaca e irse a las fincas y llegar a esta cuadrilla de segadores, a esta cuadrilla de mujeres que están cavando y mandar. ¿Que le salía una liebre? Le pegaba un tiro. O llegaba a las cuadrillas de mujeres, había chicas de 18, 20, 30, 40 años, y le decía a una: “Oye, tú vas muy despacio, te vas a tener que quedar, te voy a despedir.” Le echaba una bronca y luego le decía: “Bueno, no me hagas mucho caso. Te voy a hacer un favor: esta noche te voy a llevar yo al pueblo en mi jaca.” Y las mismas madres, las mismas tías, las mismas, le ayudaban. ¿Dónde las llevaba? Las pobres criaturas tenían que entrar donde don Manuel Naranjo quisiera porque era el dueño, el que le daba de comer, pero que le pagaba muy miserablemente. Yo de esto no le hablé nada; yo sé que por su cabeza pasaba: “¿Será verdad lo que este tío me está diciendo?” Estaba nervioso; hubo que bajarlo de la yegua.

– Si usted colabora con nosotros, nosotros somos amigos suyos y usted es amigo nuestro; usted nos ayuda en lo que pueda y nosotros le ayudamos; y si acepta es usted un hombre libre, puede hacer lo que le de la gana, pero eso sí, tiene que mantener a los trabajadores y cuanto más, mejor, y comportarse con ellos como viene usted haciendo: como una persona…

Le decía eso y yo notaba que se le metía el miedo en el cuerpo. Y aceptó:

– ¿Qué tengo que hacer?

– Usted no tiene que hacer nada. Si alguna vez necesitamos algo de usted, ya lo buscaremos.

– Pero que no sea de diez o quince millones.

– Oiga, los millones los necesita usted para los trabajadores. No, eso, esté usted tranquilo; si necesitamos dos o tres mil pesetas, si necesitamos diez porque tengamos una urgencia, un enfermo y hay que pagar un médico…

– Bueno, pero que sea una persona que la conozca.

– No se preocupe que la conocerá: el guarda de la finca, el administrador, gente que son trabajadores… Y mucho cuidado, no se vaya usted a olvidar y entre en el cuartel de la Guardia Civil; eso para usted sería peligroso, y para toda su familia, lo sentiríamos mucho, la verdad.

A los quince o veinte días le dimos una nota al guarda de una de las fincas: “Señor don Manuel Naranjo, la necesidad de la lucha exige que nos ayude con 5.000 pesetas. Tenemos un enfermo y debemos pagar al médico. Muchas gracias.”

 

 

******************

La familia que me recogió guardaba ganao. En la guerra le mataron un hijo en el frente. Tenían cuatro hijas y un hijo que murió en la guerra, creo que era un muchacho muy avanzado de izquierdas. Esa familia recordaba al hijo y al hermano y eso les hizo… Nosotros llegamos una noche: el jefe político del Batallón que era yo, el jefe del Estado Mayor del Batallón, su enlace y el mío. Nos mandaban a la provincia de Huelva a hacer bases nuevas porque el Estado Mayor de la 3ª Agrupación había caído. Se salvó solamente Mario de Rosa porque fue a la capital; luego murió en el año 50 en Valencia. Eso fue el fracaso de la guerrilla en Córdoba. Llegamos los cuatro a esa choza de pastores. Allí estaban el pastor y su mujer, una niña de siete años, otra de dieciocho, otra de veinte y otra de veintidós. Llegamos, dimos las buenas noches y les pedimos algo de comer:

– ¿Pueden ustedes hacer el favor de darnos algo de comida caliente?

De momento, quieras o no, se causa una sensación… Y entonces yo abrí la petaca aquella que usaban los campesinos, muy basta, para meter la cajetilla de tabaco; eso para los hombres y sobre todo para los viejos… ¿Tú sabes lo que suponía ofrecer eso entonces, cuando escaseaba tanto el tabaco? Sentados al lado de la lumbre, quemándose los pies, tanto al viejo como al conjunto de la familia les veíamos cambiar; estaban la niña, las chicas jóvenes… Yo siempre llevaba unos caramelitos. “¿Y esta niña tan guapa? Así tengo yo una hermanilla.” Y le di un caramelo. Y a las chicas, casualmente llevaba unas muestras de perfume y pintalabios y se las di también. Y a la madre no puede más que decirle:

– Señora, a usted cuanto más la miro, más se parece a mi madre. Mi madre y usted en la edad vienen a ser…

– Hijo mio, pero, ¿dónde está tu madre?

– Mire usted, mi madre, la pobre, la metieron en la cárcel. Lleva ya cuatro o cinco años que no la veo. Y con ella, una niña de dos meses, que tampoco la he visto. Por eso es que la estoy mirando y se me parece mucho a mi madre.

Y vino y me dio un beso.

– Ay, hijo mio, si fuese tu madre…

– Pues mire usted, mi madre tenía por costumbre hacerme para comer un huevo frito y un torrezno.

– ¡Ay, hijo! ¿Quieres que te fría un huevo y un torrezno? ¡Matamos un pollo y para todos!

– No, por favor, si nos fríe un huevo y un torrezno para los cuatro, ya con eso tenemos.

Las chicas con el perfume, el padre con el cigarro, y se creó un buen ambiente. El caso es que cenamos, tomamos café y les dijimos:

– Nosotros vamos de viaje, no sabemos dónde. Nuestra misión es ésta, andar… Nosotros luchamos por el bienestar de la clase obrera, por el gobierno de la República, y les pedimos que no digan ustedes nada a nadie y menos a la Guardia Civil. Lo tendríamos en cuenta y seríamos buenos amigos.

– No se preocupen ustedes. Nosotros perdimos un hijo que no lo olvidamos, que murió en el frente.

A los tres o cuatro días, metidos en la provincia de Huelva, haciendo el día debajo de una higuera, cerca de un arroyuelo, unas zarzas, no llevábamos más que tocino, se nos había terminado el pan y para comernos un cacho de tocino cogíamos higos que estaban todavía sin hacer. En fin, que no las pasábamos muy bien. En el valle se oía ladrar a los perros, cantar a los gallos; todo venía de un cortijo, un caserío que no podíamos ver porque estábamos metidos en un hoyo. El jefe militar, mi compañero Zoilo, dijo:

– Esta noche vamos a acercarnos a ese caserío y a ver si nos pueden facilitar algo.

– Pero para llegar a ese cortijo o al que sea –dije– antes tenemos que saber quién hay.

Y es que ocurría que algunos destacamentos de la guardia civil se quedaban en los caseríos, y por eso nosotros debíamos hacer el día en un sitio desde el que con los prismáticos viésemos quién entraba y quién salía. Zoilo no le daba importancia en aquella ocasión y tuvimos un tira y afloja porque él decía que no se podía aguantar más. Serían las diez de la noche cuando bajamos. Yo iba el primero como hacía siempre, los perros ladraban mientras yo llegaba a la puerta, delante había un corralón y un corral de cabras del que salían los tableros, y con el cañón de mi fusil toqué la puerta.

Una voz dentro de la casa dijo:

– ¿¡Quién va!?

Y yo contesté de la forma que solíamos hacer para despistar a la gente:

– La Guardia Civil.

– ¿La Guardia Civil?

Terminaron de decir esto desde dentro y por la puerta y las ventanas de la casa salió un chorro de tiros: los naranjeros. La Guardia Civil estaba muy descontenta con los naranjeros porque el naranjero es un arma que al apretar el gatillo, como no levantes el dedo, todos los tiros te salen a la vez. En este caso a mí me alcanzaron cinco tiros en lo que coge la palma de la mano en la espalda; el guardia que me disparó no levantó el dedo. Aun con los cinco tiros me pude retirar de la puerta y me fui para el corralón, pero topé con el corral de cabras. Quise parapetarme detrás y no pude más que apretarme a los tableros del corral. Las cinco balas no me atravesaron se quedaron a flor de piel. A mi lado estaba mi enlace. Los otros estaban a veinte o veinticinco pasos y, efectivamente, ellos se tiraron a tierra e hicieron fuego. Yo hice fuego una vez y perdí el conocimiento. Mi compañero no hacía más que decir: “¡Ríos! ¡Ríos!”, pero yo no le podía contestar, y entonces fue a los otros diciendo:

– ¡Vámonos, que a Ríos lo acaban de matar! Lo he visto caer, está ahí, tendido, muerto.

Y tuvieron que emprender la retirada. No sé si permanecí tendido cinco, diez, veinte minutos… La Guardia Civil había dejado de disparar. Al volver en mí cogí mi fusil y me di cuenta que no tenía fuerza para cargarlo y, arrastrándome como pude, con el fusil, el macuto, la manta, bajé por una cuesta hasta dar con un arroyuelo seco. Estaba lleno de abugardas, de jaramagos… Yo quería agarrarme al borde y no podía. La sangre me chorreaba mucho; recuerdo que la bota, al pisar, sonaba como cuando te metes en un charco. Veía que la cosa se me ponía difícil, quería salir de allí y me cogía a los jaramagos aquellos, pero se tronchaban porque estaban secos; si me cogía a una abugarda me pinchaba… En fin, aquello fue… Pero tenía que irme de allí y seguí el curso hasta dar con una salida. Subí un poco por la ladera, había alcornoques, chaparros, y noté que pisaba una carretera. Entonces me di cuenta que era la carretera que iba a desembocar en el pantano de Viar; había oído que lo estaban construyendo, seguramente con presos de la guerra. Y bien, después me encontré con dos riachuelos, uno pasaba colonizando por la choza en la que tras encontrarme me curaron. Iba dejando un reguero de sangre y la Guardia Civil al día siguiente iría a rastrear y encontraría el reguero. Entonces dejé la carretera y, campo a través, llegué a un alcornoque, apoyé el fusil en el tronco… Ya no podía andar más y me caí tirando al suelo el arma; iba perdiendo el conocimiento, aunque recuerdo el ruido del fusil al caer, estaba traspuesto y veía una luz lejos, suponía que era de la choza de un pastor, de un caserío, y me decía: “Si yo pudiese llegar hasta esa luz, si la gente esa me atendiese.” Sólo de pensar que si continuaba allí me iba a coger la Guardia Civil saqué fuerzas y eché a andar hasta meterme en uno de los arroyos; llevaba muy poquita agua. Estando herido te da mucha sed. Yo metía la mano en la corriente y me restregaba los labios; no bebía. Si hubiera bebido un trago me hubiera quedao. Eso lo sabía por un compañero que bebió y lo encontró la Guardia Civil muerto. A los 40 ó 50 metros supuse que en el agua la sangre se perdía. Entonces salí y busqué el otro y cogí la corriente para arriba; llevaba menos agua, a veces no alcanzaba más que a los tobillos, había adelfas, zarzas, y me tenía que soltar; la de peripecias que se pasan cuando el río se mete entre sierra y sierra, peñascos, la chorrera del agua… Total: me costó un trabajo enorme pero pude salir, y es que la fuerza de voluntad a veces… Y, cuando llego arriba, el macuto, las cartucheras llenas de munición, una pistola del nueve largo, dos bombas piña y el fusil –el fusil me lo encontré en una charneca, porque cuando se terminó la guerra los soldados tiraban los fusiles en las cunetas, otros los escondían; me lo encontré un día que bajé a llenar de agua las cantimploras–, pues lo escondí todo y me quedé solamente con la pistola y un revolver que la sobrina del Arzobispo de Pamplona me regaló en el Cortijo de La Alegría; era de su tía, que se lo había regalado a ella, de cinco tiros, pero de balas muy pequeñitas, una cosa preciosa, un revolver de mujeres. La madre me regaló un jamón y el padre una pistola del nueve largo. Salí de allí con la pistola y el revolvercillo por una vereda de cabras y entre montes, y llego a donde caí; tenía que cruzar un riachuelo que no llevaba agua, había juncos, zarzas, y caí desmayao.

Por la mañana, el pastor soltó al ganao y parece que al poco el perro se puso a ladrar; así es como el pastor me encontró. El hombre volvió a la choza a avisar; asustao como estaba no sabía que hacer. Quien me sacó de entre los matorrales y cargó conmigo fue la chica de dieciocho años, una mujer muy fuerte, mientras las demás iban llorando. El caso es que me llevó a la choza, me quitó la ropa, que estaba despachada, y la guerrera, me lavó, porque estaba chorreando de sangre, y vio que tenía cinco taladros, me curó, me envolvió en una sábana, porque no tenían ropa para ponerme, y me echó en un colchón de paja puesto sobre un soporte de palos, lo que era una cama de pastores. Tanto el padre como la madre no hacían más que llorar. El hombre quería cogerme pero no podía, no se atrevía, y la madre y las otras: “¡Ay, si se muere éste hombre aquí!” Pepita, me lo contó luego, se tiró a mí y me cogió, me sacó a rastras de entre las zarzas, los juncos aquellos y adelfas, lo que es un riachuelo, y le decía al padre: “Papá, ayúdame, ayúdame.” La choza estaba de allí a unos cien metros, en cuesta. Era raso, no era monte; terreno de labranza. Entonces creo que llegamos a la choza y el padre sacó una banqueta y la puso en la puerta. Las chozas de los pastores todas tienen un sombrajo para que dé la sombra, y el hombre me puso la banqueta debajo del sombrajo junto a la puerta. La muchacha se metió dentro de la choza a buscar ropa y a vestirse, porque estaban las tres mujeres con el pijama, unas batas de una tela muy fuerte que usaban entonces las mujeres. El caso es que al sentarme, caí al suelo; estaba más muerto que vivo y, al caer al suelo, por lo visto volví y oí decir algo así a la madre:

– José, apareja el burro que tenemos que ir al pueblo a comprar medicinas para curar a éste hombre.

Entonces no sé cómo me saldría que yo dije como para mí:

– No, no, no, al pueblo no vayan ustedes, y a la farmacia menos. En el momento que lleguen a la farmacia a comprar, está la Guardia Civil allí.

Eso ocurrió así porque me lo recordó la chica, y yo recordé eso y les dije:

– Suban ustedes ahí arriba, al cerro, y cojan los cogollos de la jara y los cuecen muy bien cociditos.

Yo sabía que mi abuelo, cuando el burro se hacía una matadura o un animal se hacía una herida en una pata, la curaba con agua de jara. Ese agua cocida se la ponía al animal y se curaba; ese agua cocida y bien colada con paños, con trapos, con un colador fino y paños calientes. Yo les dije que me lo pusiesen todo lo caliente que yo pueda aguantar encima de las heridas y así lo hicieron, y a los quince días las cocas estaban curadas. A excepción de una que se cerró en falso y hubo que volver a hacerlo, las demás cerraron completamente. Me ponían el espejo y yo veía que los ribetes de una estaban verdosos, las otras estaban sequitas, “sobre esa cárgale” y le cargaban, y cómo estaría la que estaba verdosa que saltó, parece mentira, saltó; se había infectado. Además tenía fiebres, deliraba, y la muchacha me contaba que habían dicho esto, lo otro, tonterías para que me entretuviese. Y comer no comía nada, no podía, y ella hacía un caldito de carne de pollo, de conejo, de liebre, un hueso, hacía algo de caldo; comida para mascar no: cogía con la cuchara y con la cuchara en la boca… chorreaba, claro. Luego, hablando con los médicos aquí, en el hospital 12 de Octubre me dijeron: “Pues aunque tú creas que no te pasaba nada de eso, de cada cucharadita que te ponía ella en la boca, una gotita, una gotita de cada cucharada, y eso fue lo que te salvó la vida.” Esa familia se portó de maravilla.

Me dieron una de las batas de las chicas que tenían para dormir y, ya en este trajín, no sé si fue la madre, la pequeña o la mediana, no sé cuál, dice una de ellas:

– ¡Ay, a este hombre lo conocemos nosotras! ¡Es el que nos dio los frasquitos de colonia, el que decía… el que hacía de jefe!

– ¡Sí, el Comandante Ríos!

Y yo ya me estaba enterando de eso. Y cuando viene el padre le dijeron:

– ¿Tú te acuerdas? Éste chico es el que venía en el grupo, el que hacía de jefe.

Entonces el hombre pues me dio un abrazo, me dio un abrazo y lloraba como un niño; aquel hombre se acordaba de su hijo que había muerto en la guerra y de que su hijo era adicto a las ideas nuestras. Y las mujeres… ni de izquierdas ni de derechas, pero el sentimiento estaba claro. Y las atenciones cada día eran… todas se desvivían. Aunque lo que hacía la pequeña las otras no eran capaces de hacerlo. La pequeña me llevó a unos doscientos metros de la choza, allí había unas encinas, y sobre las encinas tenía el padre unos montones de haces de paja de heno. La paja de heno es más grande que la de trigo; eran para ver si en la primavera del año siguiente levantaba una choza. El caso es que yo les había dicho:

– Allí levantas unos haces, dejas un hueco y me metes, y luego los pones de pie sin que caigan encima de mi para que tenga respiración.

Y efectivamente, la chica lo hizo: ella me llevó, colocó las haces de manera que me entraba hasta el aire y yo podía respirar. Yo no hacía más que dormir y decir disparates.

Estando entre los haces –no puedo decir si fue a los seis, si a los siete, si a los ocho días–, llegaron mis compañeros, los tres, los tres porque no encontraban ya a nadie en la guerrilla. Era el verano del 47. Llegaron, dieron las buenas noches y las chicas se conoce que veían las caras y querían decírselo, pero no se atrevían a decirles nada. Entonces ellos les pidieron que si les podían hacer una comida y les prepararon para comer. Y estando comiendo, una de ellas, la que me curó, que era más decidida les dijo:

– Ay, ustedes han estado aquí ya una vez.

– Pues sí…

– ¿Y ese otro chico que venía con ustedes, que hacía de jefe, no viene esta noche? Tenía el pelo tal… tenía cual…

De mis compañeros, el que hacía de jefe le contestaba:

– ¡Ah! Sí, sí, está bien, es que le ha mandado el jefe a hacer otro servicio, pero cualquier día viene por aquí.

Entonces le dice la chica:

– ¿Que lo ha mandado a otro…? ¿Ya no está con ustedes? Yo sé dónde está.

Y el otro se quedó con la comida en la boca; dice que ya no sabía ni si tragar:

– ¿Cómo que sabes dónde está?

– Sí, yo le puedo enseñar a su compañero.

Yo me acuerdo que cuando quitaron los haces le oía decir a mi compañero: “¡Ríos! ¡Ríos! ¿¡Cómo estás!? ¿¡Cómo estás!?”, y se abrazaron a mí. Me acuerdo también de la conversación, me decían:

– Te tenemos que dejar aquí. Esta familia te trata bien.

Y les contestaba:

– Hasta ahora mejor no puede ser; me tratan como si fuese familia suya.

Y les conté lo del agua, lo de la cucharita, y que querían ir a comprar a la farmacia y todo eso. Y después, hablando me decían:

– Te tenemos que dejar aquí, pero tú, dinero no tienes.

Nosotros procurábamos llevar algo de dinero, poca cantidad; lo llevábamos repartido, en total tres o cuatro mil pesetas, y me dijeron:

– Les dejaremos para que te compren, para los gastos. Ahora no te podemos llevar porque ahora no tenemos ni médicos ni nada que te pueda…

Nosotros siempre en la guerrilla habíamos tenido médicos; había varios, pero si no había en la guerrilla, en el pueblo más próximo los enlaces nos preparaban alguno que colaboraba. Salía él o se llevaba al herido hasta donde estaba. Había médicos, pero en ese momento ya no había solución. Mi compañero Zoilo me contaba:

– En este momento no encontramos ni tenemos médico que te pueda ayudar, no damos con nadie en el pueblo, han desaparecido, de Mario de Rosa no sabemos tampoco nada… y así estamos.

Entonces le dijeron a la madre:

– Muchísimas gracias por lo bien que lo han hecho ustedes con nuestro compañero. Han tenido algunos gastos y los tendrán. Nosotros les vamos a ayudar en lo poquito que podamos.

Yo no sé si les dieron cinco, les dieron diez o les dieron veinte… veinte no pudo ser porque ese dinero no lo llevábamos nosotros; eso teníamos nosotros una estafeta donde estaba… Pero les dejaron algo de dinero.

– Le compran ustedes algo de ropa: un pantalón, una chaqueta, camisas…

Lo primero que hicieron fue comprarme camisas, calzoncillos, pantalones… y quedó así. Esta familia me ayudo tanto.

 

Y ocurrió algo que, para mí eso no se me puede olvidar… ni hay nadie que tiene conocimiento de ello… hasta ahora vas a ser tú y Francisco Moreno, que es el que ha escrito mi libro, y se lo he dicho como ahora te lo voy a decir a ti, porque… a mí es que me da… hasta vergüenza tener que decir esto… jamás, jamás podía yo pensarlo, ni nadie lo podía pensar… Resulta que en los baldíos de Casa de Reina, de donde yo decía que era, había un guarda, el guarda de los baldíos, que tiene contacto con un grupo guerrillero anarquista. El jefe se llamaba Durruti, no me acuerdo del nombre, pero sé que se apellidaba Durruti como… Bueno, pues resulta que un sobrino de este guarda es el novio de una de las chicas, de la que tenía veintidós años. Y éste, cuando venía a ver a la novia, estaban a la sombra, y los padres tenían que estar delante… Pues éste cuando venía veía que allí había un hombre; yo ya estaba con las heridas curadas y ella me nombraba a mí como el primo: “Primo esto, primo lo otro...” Éste lo comentó con el guarda y el guarda lo comentó con ellos… No sé, no sé, no sé… No puedo decir, porque esto lo he captado yo después de salir de la cárcel y cuando he ido a ver a esta familia. Fui a Guadalcanal, donde estaba precisamente la novia de éste; se habían casado y tenían un hijo. Él había muerto, y vivía ella y el hijo. Fue quien me dijo dónde vivía la pastora que me había curado, en Sevilla, en Camas. Esta muchacha de Guadalcanal se abrazaba a mí llorando, y lloraba… Nos quería preparar de comer y no sabía… Jamón y huevos fritos y esto… Y yo le decía: “No, no te preocupes; tú tranquila…” Y decía: “¡Ay! La culpa fue de mi marido, pero yo no sé…” Ella sabía que la culpa era de él, pero no sabía cómo ni porqué. Ella no hacía más que llorar y decir: “Mi marido, yo sé cómo…” Y no sabía, no sabía… Había muerto ya. El caso es que…

 

 

Resultó que una noche estando en la choza, tenía mi revólver preparaito con las balitas por si me veía en peligro ponérmelo y pegarme un tiro… y había veces que el revólver en vez de tenerlo yo, lo tenía una de las chicas para evitar que… Bueno, y estando una noche allí, ladra el perro, salgo y veo que viene gente vestida de paisano. El nombre de Durruti lo había oído en Nagerit, y en el pueblo que era una aldeilla de Fuente Ovejuna. Eran tres o cuatro anarquistas; llegaron y me dijeron: “Tú eres Ríos ¿verdad?” Y bueno, me abrace a ellos y les hablé de mis compañeros, y así continuaron diciéndome:

– A ver, ¿qué armamento tienes aquí?

– Mi revólver, para el caso de que me vea necesitado quitarme… A mí la Guardia Civil no me puede coger.

Pasamos a la choza y le dije a la chica: “Dame el revólver.” Era una cosa preciosa, y se lo pasaron de uno en otro y a uno de los que estaban fuera. Entonces uno de ellos cogió un pantalón que me habían comprado hacía poco y me dijeron:

– Bueno, te tienes que venir con nosotros.

Les contesté:

– No sé… Yo debo estar aquí que es donde me han dejado mis compañeros y todavía no estoy del todo bien. El brazo me lo curé en el pueblo, en Guadalcanal.

– Te tienes que venir. Mario de Rosa ya no existe, Zoilo tampoco; estamos nosotros solos.

Y me fui con ellos. Al cabo de un par de kilómetros nos paramos para echar un cigarro, y echando el cigarro me pregunta Durruti:

– ¿Desde cuándo no ves a Mario de Rosa?

– Desde que cayó la Agrupación, no sé si vive o no vive; la guerrilla desapareció.

Y saca un machete y se pone a dar con el machete en una piedra y me dice:

– Pues éste se va a encargar de ti, para que no corras peligro ni te cojan ni vivo ni muerto. Despídete de quien te tengas que despedir.

– ¿Pero qué estás diciendo?

– Que si no te pueden coger vivo, éste se va a encargar de ti.

– A mi vivo no me coge nadie.

Pero seguimos andando y llegamos a un trigal donde decían que tendríamos que dormir, aunque supe que querían llevarme al monte y eliminarme; yo recordaba que me había dicho: “Éste se encargará de ti.” Y es que haciendo la cama me tocó al lado uno que llamaban “El voluntario”, que fue quien me lo dijo; él me conocía de oídas, como yo a él. A “El voluntario”, después, le saltaron un ojo de un tiro, y fue en busca de la hermana, y la hermana se lo llevó a Granada; estaba casada con un policía y el policía dio cuenta, y allí lo cogieron. Cuando a mí me echaron la pena de muerte, una vez salí al patio de la cárcel en Burgos y allí me lo encontré. Bueno, el caso es que estando haciendo la cama en el trigal le dije: “Voy a mear.” Y me pongo a los pies de la cama y hago como que estoy meando, y cuando… ¡pego un salto y digo!: “¡Salud, compañeros! Ya aclararemos esto.” Dispararon y todo. Yo me tiré a tierra.

Llegué a la choza y le conté a la familia, y la familia acordó llevarme al pueblo, me vistieron de pastor y me pusieron con el ganado, y yo con una garrota y vestido… Nos encontramos a una pareja de la Guardia Civil: “Vamos al agostaero.” “Muy bien, muy bien. Adiós.” Yo iba entre el ganao, con mi garrota, y en el pueblo me tiré dos años.

A los pocos meses de estar en el pueblo, no puedo decir si a los dos o los tres, se presenta uno, un chaval, y allí, en unos jardines que había, me pregunta que si a mí me llaman Ríos, y a mí esto… digo:

– ¿Tú por qué sabes que me llaman Ríos?

Y dice:

– Como es que yo vengo mandao por Durruti –dice–, pero vengo a traerte dos mil pesetas que me ha dado para que le compres un reloj.

Entonces valía un reloj 800, 900, 1.000 pesetas; tenía ya que ser un reloj…

– Que le compres un reloj y lo otro te lo quedes.

Como se habían llevado los pantalones, “que te compres ropa”, me dijo el muchacho. Yo le dije:

– No sé si podré comprar el reloj.

– Bueno, cuando lo puedas comprar se lo das al guarda de los jardines.

Yo sabía dónde tenía la casa, allí a la salida del pueblo, toda la calle y un chaparral; no había estado por allí, pero sabía… Esto quedó así; yo cogí las 2.000 pesetas, la familia me compró, por cierto, una americana, un pantalón y alguna camisa, y eso harían pues 800 o 1.000 pesetas, y esas las guardé yo entre una viga. Yo dormía arriba en la cámara y, cuando me hacía falta, pues echaba mano. Allí no apareció más nadie y yo no supe más de Durruti. Hasta que uno de ellos, ese que llamaban “El voluntario”, cayó en Madrid, y él sabía dónde estaba el Comandante Ríos; fue conducido hasta el pueblo por la Guardia Civil y allí lo vistieron de guardia civil.

 

 

*******************

 

Caí el 31 de Octubre de 1949.

Me descubrió un guerrillero que había estado en mi guerrilla, conmigo. Lo detuvieron en Madrid; intentaba pasar a Francia junto a otro, pasaban la noche en Madrid y escribieron una carta a una chica de Sevilla, cosas mal hechas entonces; y esta carta la había cogido la policía. El caso es que esa noche descubrieron que había ahí dos guerrilleros durmiendo y se presentaron. Llamaron a la puerta:

– ¿Quién es?

– ¡La policía! ¡Abran la puerta!

Entonces el otro echó mano a la pistola que llevaba y disparó a la puerta. Éste no llegó a disparar; se lió allí un tiroteo y al otro lo mataron. A él le hirieron. Le llamábamos “El Voluntario”; era de Casa de Reina. Pidió que no le maltratasen, dijo que iba a declarar lo que sabía y declaró:

– Yo sé dónde está el Comandante Ríos: se encuentra en Guadalcanal.

Era el año 49, llevaba en Guadalcanal casi dos años haciendo vida de paisano, trabajando en una fábrica de aceite. Desde Madrid avisaron a La Contrapartida. Prepararon diez o doce guardias; a “El Voluntario” lo vistieron de guardia civil y lo llevaron a Guadalcanal. Él no podía decir la calle, el número, pero aseguraba que yo estaba en Guadalcanal, en la finca que además sale en “La guerrilla de la memoria”, de manera que se fueron a dar vueltas por el pueblo; ese día era sábado. El pastor de la familia que me curó tenía el ganao en el agostaero para que se comiese las matas que quedan cuando se cogen los melones. Yo tenía que ir a cuidar el ganao para que él fuese a afeitarse, a cambiarse de muda, a asearse un poco.

La Guardia Civil andaba dando vueltas por el pueblo, pero no me encontraban porque yo estaba en las afueras, al cuidao del ganao, echando un cigarro con el hortelano que tenía allí la mula; le había dado el paquete de liar, me parece que se llamaba “La herradura”. En su recorrido llegaron a un callejón, y en la esquina se quedó un grupo de guardias civiles y del grupo se desprendieron tres. A unos 100 metros de donde estábamos pastaban las ovejas por la huerta. El muchacho ya me había dicho:

– Mira esos guardias.

Yo, que no me gustaba nada ver a los guardias civiles, miré y me dije: “Andarán de recorrido.” Qué iba a pensar… Y lié mi cigarro de espaldas a ellos. Cuando llegan a nuestra altura me fijé en que de los tres, dos traían naranjeros y el otro los prismáticos y la pistola. No había hecho el servicio militar pero sabía que los jefes y oficiales no llevaban armas largas sino que llevaban los prismáticos, la pistola… Se paran frente a nosotros y el que lleva la pistola dice:

– Oigan, hacen el favor de decirnos qué camino tenemos que coger a la finca tal…

Y le digo al chico:

– Díselo tú que yo no conozco bien esto, que no soy del pueblo.

A lo que él continuó:

– Donde están paraos aquellos guardias, parriba, parriba tié que seguí.

Entonces éste se desprende de los otros dos y viene diciendo:

– Con razón dicen que quien con niños se acuesta, cagao o meao amanece. Hemos preguntao a unos niños que jugaban con una pelota de trapo y los puñeteros nos han dicho que era éste el camino.

Y siguió andando… Al llegar a nuestra altura se me echó encima y me sujetó por detrás mientras decía:

– ¡Quieto, Comandante Ríos! ¡No te muevas!

Los otros echaron una carrera y uno me puso el naranjero en el pecho y otro en la espalda. Entonces me soltó preguntando:

– ¿Cómo te llamas?

Recomponiéndome, como si no supiese, contesté:

– Yo me llamo Manuel Sánchez Plaza.

Era el nombre que me habían puesto en la familia que me recogió.

– ¿Y de qué pueblo eres?

– De Casas de Reina.

Era un pueblecito que se veía desde allí, en una sierra de la provincia de Badajoz.

– ¿Y aquellas sierras las conoces?

– Sí, son Sierra de Cabeza de Buey.

Y dice:

– Por cierto, tengo varios pares de botas corriendo detrás de ti y delante, allí en aquella sierra. La debes conocer bien.

Digo:

– No, señor, yo esas sierras no las conozco más que de verlas desde aquí.

– ¿Y dónde vives?

– Con mi familia, aquí.

– ¿Y has dicho que te llamas?

– Manuel Sánchez Plaza. Estoy en casa de una tía porque mis padres murieron cuando yo era pequeñito y me han criao ellos.

– Muy bien… ¿Y las heridas esas cómo van? ¿Quién te curó?

– Usted está confundido, yo no soy la persona que usted piensa.

Yo podía mover mi brazo. Estuve unos meses con el brazo hasta los dedos paralizado; el practicante me recomendó que con un hacha golpease como si cortase leña, y así conseguí recuperarme, por eso le dije:

– Está confundido, yo no tengo herida ninguna.

Volvió a insistir:

– Bueno, eso está muy bien, pero, ¿quién te curó? Te lo voy a decir yo: ¿a que te curó Pe-pi-ta?

Cuando dijo eso pensé: “Éste sabe…”, pero yo tenía que mantenerme y le contesté:

– No, señor, eso no sé de dónde se lo ha sacado. Yo no soy la persona que usted busca, yo no tengo ni heridas ni sé de Pepita ni nada de eso.

– Bueno, pues véngase con nosotros.

Se me puso un guardia a cada lado. A esto que viene el pastor cambiao de ropa para hacerse cargo del ganao y que yo me fuese, pero “El Voluntario” le conocía porque había estao en la choza del pastor; hizo señas al guardia civil y éste le llamó:

– Oye, tú, viejo –porque el hombre tenía muchas canas–, ¿conoces a éste?

Le enseñé las esposas que me habían puesto y dice:

– Sí, señor. Es mi sobrino.

Y dice el teniente:

– ¿Su sobrino? ¿Y de parte de quién es su sobrino?

– De parte de mi mujer. Su hermana, mi cuñada, murió; luego el padre, en un burro que se espantó y de la caída se mató. Él se quedó muy chiquito y le hemos criao nosotros. Para nosotros es como un hijo.

– Muy bien, muy bien. ¿Y usted cuántos años fue al colegio?

– No, señor, yo al colegio no he ido nunca, siempre he estado guardando ovejas, con mi abuelo, con mi padre… Al colegio no he ido nunca.

– Pues se sabe usted la cartilla de cabo a rabo, y yo creo que hasta el Catón. Y qué bien se lo tienen aprendido todos en la familia, ¿eh? Bueno, pues vénganse usted.

Nos condujeron al cuartel y vimos que había guardias de allí y de Guadalcanal. Nos hicieron sentar mientras el teniente cogía el teléfono y llamaba a la Comandancia de Sevilla:

– ¡Oiga! ¡Necesito tres coches! ¡Tres coches! Dos que tenemos aquí y tres cinco. Los necesito rápidamente.

Le debieron de preguntar: “¿Para qué los quiere usted?” Y contestó:

– ¡Para trasladar al Comandante Ríos, que lo tengo aquí! –el tío parecía emocionado– ¡Que venga el responsable de la Guardia Civil!

El responsable era un brigada y vivía en una casa particular, un brigada que raro era el día que no tomábamos una copa de anís cazalla de la sierra, que la fábrica estaba frente a frente de la casa donde yo vivía, y allí había un despachillo con un chaval y podías entrar a tomarte un anís, y él vivía también enfrente, a tres casas por encima de donde yo vivía. Yo creía que era un cacique del pueblo. Muchas veces me convidaba a tomar una copa y otras le convidaba yo. Recuerdo que un día había unos niños pisando un charco y él venía, y la madre empezó a decir: “¡Ay, ay, ay!” Y yo salí y los chicos me hicieron caso, y el hombre va y dice:

– Hombre, muchísimas gracias, si no habría tenido que pegar un pescozón a cada uno. Puñeteros niños…

Y la madre me besaba las manos y todo… En fin, llegó el brigada y le dice el teniente:

– Aquí tiene usted al Comandante Ríos; estaba en sus propias narices. Y es que, claro, con esa corbatita y ese traje a los bandoleros no se les puede capturar.

El hombre ni corto ni perezoso le contestó:

– Pues mire usted, yo no tengo ni idea de haber visto a este hombre nunca en mi vida; no sé si es el Comandante Ríos o es el Comandante Ollero, no le conozco de nada.

– De todos modos vaya a la casa donde vive y haga usted un cacheo.

Llegó a la casa y le dijo a la mujer:

– Mira, voy a levantar las sábanas, las colchas, lo voy a poner todo patas arriba, pero yo no voy a registrar nada, si vienen a preguntar digan ustedes que sí he hecho el cacheo.

A mí me trasladaron a la comandancia de la Contrapartida y allí vinieron todos los comandantes de las provincias de Badajoz, de Córdoba, de Sevilla…

*****************

José Murillo, Comandante Ríos, se sumó a la guerrilla a los 17 años, 8 años más tarde, en 1949, la Guardia Civil le hizo prisionero. Fue condenado a muerte, pero le conmutaron la pena por 30 años. Pasó 14 en las cárceles de Sevilla, Carabanchel, Ocaña, y Burgos. En 1963 salió de la cárcel con los 40 años cumplidos por un indulto general. Aquí queda mi pequeño homenaje a un Combatiente de la Libertad.

La Memoria Histórica Democrática sirve para transformar la realidad con verdad, justicia y reparación.

Ramón Pedregal Casanova es autor de los libros: “Gaza 51 días”, “Palestina. Crónicas de vida y Resistencia”, “Dietario de Crisis”,  “Belver Yin en la perspectiva de género y Jesús Ferrero”, y “Siete Novelas de la Memoria Histórica. Posfacios”. Presidente de la Asociación Europea de Cooperación Internacional y Estudios Sociales  AMANE.  Miembro de la Comisión Europea de Apoyo a los Prisioneros Palestinos.

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“… habiendo y debiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos y nonada apasionado, y que ni el interés ni el miedo, el rancor ni la afición, no les hagan torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia, &eacu...
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