Arantxa Tirado - Publicado originalmente en La Última Hora.- El 20 de octubre de 2019 se celebraron elecciones en Bolivia. Evo Morales se presentaba a la reelección. La Organización de Estados Americanos (OEA), organismo creado en plena Guerra Fría para aglutinar y proyectar multilateralmente los intereses estadounidenses en América Latina y el Caribe, envió una de sus tradicionales Misiones de Observación Electoral.


Su secretario general, Luis Almagro, estaba liderando la lucha por la “libertad” y la democracia regional, con Venezuela y Nicaragua en la mira. Entonces, llegó el turno de Bolivia. Un recuento de votos, supuestamente más ajustado y lento de lo debido, sirvió para que la OEA se pronunciara sobre los reclamos de supuesto fraude por parte de sectores de la oposición boliviana. A pesar de que el 21 de octubre se habían escrutado casi el 96% de las actas que daban casi el 10% de diferencia necesaria a Evo Morales frente a su contrincante, Carlos Mesa, requisito necesario para ganar en primera vuelta, Mesa denunció fraude y desató un “caos administrado” en Bolivia, es decir, un guión para el cambio de régimen. En paralelo, la OEA lo respaldaba con un comunicado en que expresaba su preocupación por el supuesto cambio de tendencia en el recuento de los votos, justo las mismas inquietudes que estos días ha tenido Donald Trump al observar su pérdida de posiciones por la suma de delegados en Estados que iba perdiendo.

El 23 de octubre, sin el conjunto de los resultados todavía, la OEA publicó un informe preliminar donde afirmaba: “Los resultados de una elección deben de ser creíbles y aceptables para toda la población no solo para un sector. En estos momentos, con 96,78% de las actas computadas, el cómputo definitivo marca una diferencia de 9,48% entre los binomios más votados, lo que de mantenerse significaría una segunda vuelta. En el caso de que, concluido el cómputo, el margen de diferencia sea superior al 10%, estadísticamente es razonable concluir que será por un porcentaje ínfimo. Debido al contexto y las problemáticas evidenciadas en este proceso electoral, continuaría siendo una mejor opción convocar a una segunda vuelta”. Así se consagraba el aval de la OEA para desconocer los resultados, que llevó al golpe de Estado contra Evo Morales culminado el 10 de noviembre de 2019, ante el que la Unión Europea y tantos otros países callaron.

En estos días, la OEA ha enviado su segunda misión de observación electoral a Estados Unidos de América (EEUU), encabezada por Luis Almagro. Mientras se escriben estas líneas, temprano en la mañana del viernes 6 de noviembre, tres días después de las elecciones en EEUU, la OEA no se ha pronunciado sobre el clima de tensión e incertidumbre en el que se está desarrollando el conteo. En su página tan sólo hay un triste comunicado previo a las elecciones donde informan de su misión. Tampoco se ha pronunciado Luis Almagro en Twitter, donde es muy activo en sus críticas a todos los gobiernos de izquierda de América Latina y el Caribe. La OEA guarda silencio de momento: ni una referencia a las declaraciones fuera de lugar de Trump, ni a sus denuncias de fraude, ni siquiera a las inconsistencias y fallas del sistema electoral estadounidense, algunas de las cuales señaló en su informe posterior a las elecciones de 2016. Una prudencia exquisita que no tuvo en Bolivia.

Contrasta, aunque no sorprende, este doble rasero de la OEA, de nuestros gobiernos occidentales y de nuestras instituciones en Europa a la hora de pronunciarse sobre situaciones en las que se pueden establecer paralelismos, a pesar de su no coincidencia absoluta. Al hilo de las elecciones en EEUU, estos días estamos asistiendo a ejercicios de bochorno ajeno, donde se está visibilizando la adscripción férrea de la mayoría de analistas, periodistas y políticos (de izquierda o de derecha, tanto da) a los valores del “mundo libre”, simbolizado por la democracia liberal estadounidense. Todos ellos parecen desconcertados y muestran cierto nerviosismo ante una situación que no esperaban en “la mayor democracia del mundo”. Abundan los pronunciamientos a favor de Biden de la mano de denuncias a la actitud de Trump por desconocer sus instituciones y las reglas del juego de su democracia. Aunque se lanzan tímidas críticas al sistema electoral estadounidense, nunca se cuestiona a fondo su democracia. Pero no se puede hacer una crítica sin la otra.

El sistema electoral estadounidense, tan complejo que un ciudadano promedio estadounidense sería incapaz de explicar su funcionamiento (entre otras cosas porque en cada Estado tiene unas reglas distintas), lleva, desde su creación, excluyendo a amplios sectores de la población, especialmente a afroestadounidenses. Su votación indirecta, en día laborable, previa inscripción, o mecanismos tan cuestionables como la eliminación unilateral de votantes del censo electoral que pueden realizar autoridades estatales de manera arbitraria, son algunos de los elementos “problemáticos” que hablan, como mínimo, de poca preocupación por la universalización del voto (sólo está registrada para votar la mitad de la población). El voto es visto como privilegio, no como derecho. En EEUU suceden cosas asombrosas que nadie nos explica, como por ejemplo que el gobernador republicano de Georgia, Brian Kempt, eliminara hace unos años a 1,4 millones de ciudadanos del censo, el 70% de los cuales era negro, y luego ganara por un margen ajustado. Cuando estos días se recontaban los votos en Georgia y veíamos un estrecho margen de ventaja de Trump, era inevitable pensar en esos 1,4 millones a los que se les ha robado el voto y que, se puede inferir, hubieran decantado la balanza a favor de los demócratas. Si finalmente se va a los tribunales para resolver este asunto. ¿Se tomará en consideración este hecho? ¿Qué tiene que decir el mundo ante estas purgas del electorado que harían palidecer las tan temidas purgas soviéticas?

Con independencia del resultado electoral, que parece por el momento decantarse hacia Biden, aunque no se espera que vaya a haber un proceso cerrado pronto pues Trump ha dejado claro que apuesta por la disputa judicial de los resultados, además de sembrar ya la sombra de la duda sobre todo el proceso, lo que parece definitivo es que esta elección supone un punto de inflexión en la imagen de EEUU ante el mundo. Esa idea de la democracia ejemplar ajena a la polarización política y los problemas que aquejan a otros países parece llegar a su fin. La democracia estadounidense, tal y como la conocemos, está mostrando todas sus limitaciones ante nuestros ojos. El declive del imperio estadounidense es un hecho desde hace décadas y momentos como este son una confirmación de los peores pronósticos para la vigencia de la hegemonía estadounidense en el mundo. Del American Way of Life se está pasando a un peculiar American Way of Die pues los imperios no se desmoronan de cualquier manera, tampoco de repente.

Estas elecciones se dan en un clima de militarización literal por parte de milicias armadas de ultraderecha, alentadas por Trump durante la pandemia. En el otro lado, los grupos organizados que luchan, como hace décadas, por derechos civiles básicos, como poder vivir en tu país sin miedo a que te mate la policía, a pesar de ser negro. Una polarización económica creciente que convierte a millones de trabajadores en pobres y excluidos, muchos de ellos nómadas sin hogar ni seguro médico. Y un imperialismo que ya hace tiempo que no goza del liderazgo moral que tuvo en el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial, que EEUU diseñó a su imagen y semejanza, con una Unión Soviética enfrente que suponía un dique de contención a su expansionismo. Hoy la URSS no existe, pero está China, que se perfila como el hegemón de las décadas por venir. EEUU es, como dijo aquel, un gigante con pies de barro. Lo gracioso y poético, en medio de este escenario, es ver a la democracia liberal estadounidense padecer un proceso de desestabilización que sigue las pautas que han sido diseñadas desde sus laboratorios de guerra irregular y aplicadas a otros países, como apuntaba Diego Sequera en TeleSUR: las revoluciones de colores. Estas se desatan casi siempre tras la confusión inducida en un proceso electoral que se presenta como fraudulento, lo que inicia una revuelta supuestamente popular, azuzada por una de las partes, siempre respaldada por EEUU, que conecta con un descontento preexistente. Trump, con sus declaraciones, parece dispuesto a abrir esta peligrosa posibilidad en su territorio. Pero parece que esta vez no todo el establishment de EEUU está tan dispuesto a seguir su propio guion ni el resto del mundo aplaudirá acríticamente a los golpistas que considera legítimos en otros países. Al final tendremos que darle las gracias a Trump por haber servido de espejo en el que ver las contradicciones de quienes dicen preocuparse por la democracia pero lo hacen, según parece, de manera selectiva.

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