Por Lorenzo Gonzalo*/Foto Virgilio Ponce -Martianos-Hermes-Cubainformación-Radio Miami.-  No importa lo que pensemos sobre otros países, las influencias ideológicas nos distorsionan en gran medida nuestro ser interior y como consecuencia la manera de pensar.


 

Latinoamérica es un conjunto de conglomerados humanos, con sus raíces en el indigenismo que a partir del siglo XVI incorporó la realeza y la aristocracia europea. De ese conjunto nacieron nuestros pueblos. Pero fue sólo eso, un conjunto tripartito de factores, pero no una real mezcla. Ese accidente dejó abierta las puertas por donde se filtraron ideas más ajenas aún.

Desde muy temprano, apenas doscientos años de comenzado este injerto fallido, aguijoneados por la irritación causada por la presencia española, soplaron vientos de liberación y los ojos se tornaron al primer vecino que supuestamente se había sacudido de un dominio foráneo: Estados Unidos de América.  España y Portugal pesaban demasiado en pueblos que en el transcurso de dos siglos incorporaron sus tecnología y modos productivos, pero cuya cultura y hábitos las poblaciones originales aceptaron más por miedo que por verdadera asimilación. Las mayorías nunca se identificaron con los invasores. Era la hora de zafarse de aquella fuerza que, desde un inicio, se convirtió en yugo autoritario.

La llamada Revolución Americana fue un acicate a la hora de las insurrecciones al sur del río Bravo. Excepto que lo ocurrido en el Norte, más que una independencia, fue una guerra civil. Su propósito fue zafarse del yugo administrativo de Inglaterra. El Imperio Británico no era ajeno en su forma y criterios, del territorio que varias de sus compañías comerciales habían poblado desde los inicios del siglo XVI. La rebelión de 1776 tenía como objetivo separarse de los iguales. Aquella gesta dio lugar al nacimiento de la democracia liberal, llamada luego representativa. Pero el territorio continuó siendo inglés, sus hábitos, los rasgos culturales generales y sus creencias sociales continuaron siendo las mismas. Incluso en el espíritu del nuevo sistema que organizaron como pieza de relojería, introdujeron una versión de la Carta Magna de 1215, aunque esta vez adaptada a las nuevas circunstancias. Las 13 colonias de entonces no tenían más diferencias con Inglaterra que las que puedan tener cualquiera de sus condados respecto a Ciudad de Londres.  El beneficio recibido consistió en desprenderse de una política centralizada que arrastraba consigo elementos residuales que el proceso revolucionario desencadenado a partir de la insurrección de Cromwell, no halló modo de eliminar. Los llamados Padres Fundadores llenaron ese vacío, creando un gobierno parlamentario con amplios poderes presidenciales, dando un paso adelante en el proceso de universalizar la democracia del voto.

Latinoamérica fue diferente. No se trataba de una disputa entre primos, personas con las mismas creencias y similares objetivos.

El territorio al sur del Río Bravo era una geografía ocupada por un invasor que aportó al mismo grandes conocimientos en el campo de la ciencia y la tecnología pero que imprimió criterios en contradicción con tradiciones desarrolladas en esas regiones por millones de seres que allí vivían hacía siglos, en ciudades construidas con sus fantasías y realidades; en reinados que debatían concepciones políticas y creencias propias desligadas del invasor. Doscientos años no borraron sus visiones del mundo, más bien crearon confusiones en la evolución de las mismas, estratificándolas de manera que se crearon submundos dominados por una superestructura política ajena.

Una vez que echaron de sus tierras al invasor español y portugués, el orden político instaurado continuó siendo ajeno. Incidió en ello la tenencia del poder real en manos de criollos españolizados unos y europeizados otros, identificados con las sociedades americanas solamente por el discurso patriótico y el espíritu romántico del caballero español de las novelas. Hoy en día, todos esos pueblos son una mezcolanza, a partir de la cual buscan aún desesperadamente, un camino que les permita encaminar adecuadamente, con justicia y equidad económica, el derrotero que más cuadra con sus intereses y creencias.

Cuando miramos nuestra América, no vemos estos aspectos porque la visión que tenemos de la región al Norte del Río Bravo, hasta el estrecho de Bering, nos encandila de tal modo que todo lo vemos de un mismo color. Y no es así.

El sistema establecido en Norteamérica resultó una excelente contribución para facilitar la participación ciudadana en la vida pública. Su paso de un gobierno exclusivo en su inicio para una clase económica, en este caso los hacendados, poseedores de bienes y generadores de ingresos, a otras formas menos sectarias y facciosas, mostró que se podían crear mecanismos para flexibilizar las normativas y el poder, aunque este último continúa aferrándose a limitar el acceso universal, en franca contradicción con su discurso libertario y democrático.

Pero una cosa es comprender el espíritu de ese aporte y otra es calcar su letra. Especialmente en estos tiempos que nuevas ideas al desarrollo y al gobierno de las sociedades, han mostrado su efectividad y a contrapelo de las verdades absolutas que el llamado sistema democrático representativo trata de imponer, la revolución de la información nos permite comprobar la existencia de otros caminos.

El socialismo se va abriendo paso, mostrando que, en la medida que el estado muestra mayor interés en socializar sus funciones, canalizando las fuerzas productivas de modo que los requerimientos mínimos demandados por la actualidad se distribuyan equitativamente, la paz social y el ánimo colectivo e individual se consagran como pasión irrenunciable.

Cuando vemos las luchas políticas latinoamericanas, los retrocesos y pocos avances que muestran las representaciones tradicionales del poder, lejos de pensar que nuevas fuerzas  batallan por ocupar la dirección de esos estados, debemos entenderlo como un renacer de las viejas poblaciones, transformado con la incorporación del conocimiento científico técnico, pero donde aún se mantienen con vigencia aplastante, las normas, creencias y anhelos, también moldeados por esos y otros factores, de los pueblos originarios del continente. Se trata de una mezcla, en la que coinciden feliz y casualmente, los rasgos colectivos de antaño con la tendencia socializadora que se avizora en el horizonte por el gran desarrollo industrial y comercial de la economía.

Latinoamérica está llena de sorpresas y así como América, en este caso el nacimiento de Estados Unidos como nación, convirtió por primera vez la teoría liberal en práctica, no es de dudar que el socialismo encuentre en el sur del continente, un socialismo funcional, ideologizado sólo dentro de los parámetros dados por la realidad evolutiva, pero sin lacerar las libertades básicas, la movilidad social y las flexibilidades de estado logradas por el primero.

*Lorenzo Gonzalo, periodista cubano residente en EE.UU., Subdirector de Radio Miami.

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