Jesús Arboleya - Progreso Semanal.- Seguir la ruta de las Cumbres de las Américas, que se supone es el momento en el que todos los mandatarios del continente dirimen los asuntos más importantes de la región, nos permite establecer los patrones que han regido las relaciones de América Latina y el Caribe con Estados Unidos en las últimas dos décadas, así como evaluar la salud de la hegemonía norteamericana en cada etapa.
La primera Cumbre se llevó a cabo en la ciudad de Miami, en diciembre de 1994, por iniciativa del entonces presidente Bill Clinton. Estados Unidos vivía la apoteosis del derrumbe de la URSS y el campo socialista europeo, por lo que su objetivo era reafirmar su hegemonía en el área, mediante la imposición del orden económico neoliberal, tal como lo había definido el llamado “Consenso de Washington” en 1989, así como su correlativo político, un sistema de control colectivo que se denominó como la “cláusula democrática de la OEA”. Fue, además, la manera en que ese país pretendió “marcar su territorio”, frente al avance de las “cumbres iberoamericanas”, organizadas desde 1991 por España y algunos países latinoamericanos, a partir de criterios históricos y culturales que lo excluían.
En las próximas dos cumbres, celebradas en Chile y Canadá, en 1998 y 2001 respectivamente, continuó discutiéndose con poco éxito la agenda norteamericana. Pero los fatídicos atentados del 11 de septiembre de 2001 intensificaron las presiones de Estados Unidos y, ese mismo día, en una asamblea extraordinaria de la OEA, celebrada en Lima, Perú, fue aprobada la Carta Democrática de esa organización, la cual todavía rige como patrón norteamericano de su funcionamiento.
Sin embargo, el proyecto económico no corrió la misma suerte y la creación del Área de Libre Comercio de América (ALCA) fue desechada en 2005, precisamente durante la IV Cumbre de Mar del Plata, Argentina, bajo la presidencia de Néstor Kichner. “¡ALCA, al carajo!”, dijo Hugo Chávez para describir lo acontecido.
Fue un momento de auge de los movimientos progresistas e integradores en América Latina y el Caribe que, entre otras cosas, enfatizó la exigencia de la participación de Cuba en estos eventos. De hecho, la exclusión cubana centró la atención de la V Cumbre, celebrada en 2009 en Puerto España, Trinidad y Tobago. Ello coincidió con la “presentación en sociedad”, a escala internacional, del recién electo presidente Barack Obama, quien anunció “un nuevo comienzo” de la política de Estados Unidos hacia la región.
Cualquiera haya sido la voluntad del presidente, nada extraordinario ocurrió en la política estadounidense. Con la excepción de Venezuela, declarada por Obama como “una amenaza inusual y extraordinaria para la seguridad nacional de Estados Unidos”, y otros casos puntuales que trató de enfrentar sin mucho ruido, el área latinoamericana y caribeña no estuvo entre las prioridades de su gobierno.
Caso aparte fue el de Cuba, convertida en el “legado” de Obama, casi por la fuerza de acontecimientos internacionales y domésticos, que explican la excepcionalidad de su política hacia el país. Desde 2009, un grupo de países latinoamericanos y caribeños plantearon la reincorporación de Cuba a la OEA, el gobierno norteamericano no se opuso, aunque insistió en establecer la condición de que se comprometiera a cumplir con lo estipulado en la Carta Democrática. Fue una discusión más formal que práctica, toda vez que Cuba declaró no tener interés en regresar a la OEA. Pero el problema no quedó agotado y la participación cubana en la VII Cumbre de Panamá, en 2015, devino una exigencia tan generalizada, que el posible rechazo norteamericano ponía en peligro la estabilidad del sistema panamericano.
En realidad, para Obama no era un problema mayor aceptar la participación cubana. La propuesta de un cambio de la política hacia la Isla, había sido bien recibida en la campaña electoral de 2012. Particularmente influyó en el incremento del voto cubanoamericano, lo que tuvo algún impacto en su cerrada victoria en el estado de Florida. Aunque en los próximos dos años estos cambios propuestos no tuvieron una expresión concreta, a finales de 2014 se produjo el sorpresivo anuncio de la voluntad de ambos países de normalizar sus relaciones.
El deshielo con Cuba y la participación cubana en el evento, convirtió a la Cumbre de Panamá en la más exitosa de todas las celebradas. “Ahora estamos en condiciones de avanzar en el camino hacia el futuro”, dijo Obama a Raúl Castro en Panamá, refiriéndose a lo alcanzado en las relaciones con Cuba. Pero el futuro se movió en otra dirección. El triunfo de Donald Trump en Estados Unidos, combinado con el avance de varios gobiernos de extrema derecha en la región, transformaron de manera radical el escenario político latinoamericano y caribeño. La VIII Cumbre de las Américas, que tuvo lugar en 2018 en Lima, Perú, fue un reflejo de esta situación.
Trump, para quien América Latina y el Caribe eran unos “países de mierda”, no se molestó en asistir. Quizás por inercia o para evitar conflictos en varios frentes, Cuba fue invitada, pero esta vez la excluída fue Venezuela, centro de la ofensiva norteamericana y los conservadores latinoamericanos. Todavía no se había materializado el sinsentido de reconocer al autoproclamado Juan Guaidó como “presidente interino” del país, pero los contrarrevolucionarios venezolanos fueron las “vedettes” de la reunión y solo los gobiernos de Bolivia, Ecuador, Cuba y algunos caribeños, denunciaron con firmeza esta violación de las normas internacionales.
Ahora se convoca a la IX Cumbre, a celebrarse en Los Ángeles, en junio próximo, y de nuevo se complica el panorama regional para Estados Unidos. Fue un mal chiste que el subsecretario de Estado, Brian Nichols, dijera que Joe Biden pretende organizar la “Cumbre más inclusiva de la historia”. El hecho es que ocurre todo lo contrario, enajenado de la realidad continental, todo parece indicar que el gobierno norteamericano pretende abrogarse la potestad de no invitar a Cuba, Venezuela y Nicaragua, lo que se ha convertido en el centro del debate respecto al convite.
A diferencia de lo ocurrido en Lima, el péndulo latinoamericano y caribeño de nuevo tiende a distanciarse gradualmente de la derecha y las reacciones contra esta decisión no se han hecho esperar. México, Argentina, Bolivia y algunos países caribeós han sido enfáticos en sus críticas. Con seguridad, otros gobiernos se expresarán en igual sentido, lo que incluso pudiera poner en peligro la celebración de la Cumbre o convertirla en la tribuna que menos desea el gobierno norteamericano.
Pero en realidad da igual si se celebra o no la Cumbre y si al final asisten o no los países excluidos, el tema central que siempre subyace en las cumbres, de manera más o menos explícita, con vientos a favor o en contra, es el proyecto estratégico de la integración latinoamericana y caribeña, lo que explica la importancia que ha tenido el asunto de la inclusión de Cuba, y ahora otros países, en sus diversas convocatorias. A contrapelo del interés norteamericano, si para algo han servido las Cumbres de las Américas han sido para oxigenar el debate sobre este proyecto, sacar a flote las contradicciones con Estados Unidos y evaluar su capacidad hegemónica, así como para llamar la atención sobre la importancia de organizaciones como la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), verdadero esfuerzo integracionista, que puede revitalizarse en esta etapa.
Estados Unidos no tiene nada que ofrecer a la integración latinoamericana y caribeña. Es correcta y bien intencionada la propuesta del presidente mexicano, Manuel López Obrador, de trabajar por una nueva convivencia en América. De hecho, ésta fue la esperanza que despertó el avance de las relaciones con Cuba, durante el gobierno de Obama. También lo es su argumento de que para ello se requiere reformar el sistema panamericano, bajo las premisas de la no intervención, la ayuda el desarrollo y la cooperación. Pero, por desgracia, la historia nos enseña que esta lógica conciliadora no parece predominar en el ADN de Estados Unidos.
“El desdén del vecino formidable (…) es el peligro mayor de nuestra América”, dijo José Martí, en fecha tan lejana como finales del sigo XIX. No queda más remedio que tenerlo en cuenta, al menos mientras el imperialismo sea imperialismo.
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