Jesús Arboleya - Progreso Semanal.- En 1973, un sector de la élite financiera y empresarial de Estados Unidos, anunció la creación de la Comisión Trilateral presidida por el magnate David Rockefeller.


Consistió en la convocatoria a políticos, empresarios e intelectuales de ese país, Europa occidental, Japón y Canadá, para recomendar medidas capaces de brindar mayor estabilidad al mercado mundial capitalista. Entre sus propuestas estuvo promover una mayor integración de sus economías, reforzar el multilateralismo para el manejo compartido de los problemas globales, aliviar las tensiones y ampliar las relaciones comerciales con la entonces Unión Soviética, así como revisar sus políticas hacia el Tercer Mundo, con vista a mejorar el desarrollo de estos países y de esta manera evitar revueltas y revoluciones.

La elección de uno de sus fundadores, Jimmy Carter, como presidente de Estados Unidos, apenas tres años después de creada la Comisión, constituyó una señal de que el “imperialismo benigno”, como fue descrita la propuesta trilateralista, era posible y se correspondía con la intención soviética de avanzar en la “coexistencia pacífica” entre ambos sistemas.

Sin embargo, el intento se vio rápidamente frustrado, tanto por la incapacidad de la administración Carter para resolver los complejos problemas que tuvo que enfrentar, como por el avance de una poderosa ofensiva conservadora, que condujo a la victoria de Ronald Reagan en 1980. Junto con otras ideas relativas al papel del Estado, la organización de la economía, la asistencia pública y las relaciones internacionales, el triunfo reaganista constituyó la consolidación de la tendencia militarista en el diseño del sistema político norteamericano.

Lo que Eisenhower denominó “complejo militar-industrial”, se fue extendiendo a casi todos los componentes de la economía estadounidense, dando forma a un sistema que requiere de su propia ideología y una política específica para sostenerse. Una de sus consecuencias ha sido, contra la propia lógica hegemónica, convertir a Estados Unidos en un factor de inestabilidad mundial, incluso dentro de sus propias esferas de dominación. Precisamente lo que los trilateralistas trataban de evitar, pero desaparecieron, tanto sus gestores como el proyecto. Incluso el “poder inteligente” de Barack Obama se ocupó de preservar el papel del militarismo en la política norteamericana.

Mediante la exaltación de las supuestas amenazas del “imperio del mal”, como Reagan denominó a los soviéticos, y la afirmación de una falsa inferioridad militar de Estados Unidos para enfrentarlas, la política reaganista estuvo orientada a “rearmar América”. Aumentó un 67% el presupuesto de la defensa y, para superar el llamado “síndrome de Vietnam”, inicio una carrera de intervenciones militares, que comenzó en la pequeña isla de Granada, en el Caribe, y se extendió con rapidez al Medio Oriente, África, Centroamérica, incluso al espacio, mediante la llamada Iniciativa de Defensa Estratégica o “guerra de las Galaxias”, que solo existía en la mente del presidente y algunos de sus asesores, pero que justificó un enorme incremento de la inversión armamentista.  

Ni siquiera el fin de la guerra fría, que había servido de excusa a la militarización de la economía norteamericana, pudo frenar el negocio de la guerra. Aunque desde Kennedy, el Tercer Mundo había sido definido como el objetivo fundamental de las luchas por el predominio de la hegemonía norteamericana contra el campo socialista, ahora se convenció a la mayoría del pueblo norteamericano de que Estados Unidos era el “país indispensable” para poner orden en un mundo repleto de “estados fallidos”.     

En su campaña electoral de 1992, Bill Clinton argumentó que, dado que ya no existía la amenaza soviética, lo adecuado era reducir el presupuesto militar y concentrar las inversiones en la economía doméstica. Gracias a este discurso, resumido en la frase “es la economía imbécil”, ganó los comicios. Sin embargo, desde el poder llevó a cabo una activa campaña intervencionista, que incluyó bombardeos a varios países del Medio Oriente, la guerra contra Yugoeslavia y el incremento más grande del presupuesto militar aprobado hasta ese momento.

Con George W. Bush el militarismo llegó a su apoteosis. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 sirvieron de excusa para la llamada “guerra contra el terrorismo”, concebida sin límites espaciales o temporales, con un presupuesto equivalente al 40% del gasto militar mundial, a lo que habría que sumar los enormes costos de las guerras en Afganistán e Iraq, emprendidas bajo falsos supuestos de la persecución de Al Queda o las existencia de armas de destrucción masiva en Iraq.

Fue un festín para los grandes productores de armamentos, así como el auge de enormes empresas paramilitares, muchas de ellas vinculadas a su equipo de gobierno, encargadas de “privatizar” la guerra para eludir sus efectos políticos adversos de cara al pueblo norteamericano. De esta manera se completó un sistema corporativo que, con la excusa de la seguridad nacional, se extiende por toda la geografía del país, vincula a las más variadas empresas e instituciones financieras y corrompe a políticos y funcionarios en todas las instancias del gobierno.

El presupuesto de defensa y seguridad de Estados Unidos ronda la cifra de los 8 mil millones de dólares y se calcula que abarca alrededor de un 4% del PIB de la economía más grande del mundo. Se trata de un mercado cerrado con suministrados escogidos por el gobierno, generalmente pagados por adelantado, o financia proyectos de investigación, que terminan siendo propiedad de las empresas privadas que los llevan a cabo. Un negocio perfecto para estas empresas y sus beneficiarios, entre ellos los propios gobernantes que aprueban los contratos.

El gasto militar es en buena medida responsable de un déficit fiscal que este año asciende a los tres mil millones de dólares y de una deuda pública que supera los 30 mil millones de dólares, de hecho una hipoteca que alguien tendrá que pagar algún día. Cuando se habla del papel de la producción de armamentos como estímulo para la economía norteamericana, se olvida que esta inversión generalmente no reproduce el valor invertido e impacta de manera negativa en otros aspectos del gasto público, como la infraestructura y la asistencia social. Por suerte, en la mayor parte de los casos, las armas terminan siendo desechadas antes de ser utilizadas.   

La guerra en Ucrania ha sido un negocio grandioso para Estados Unidos, en especial para el complejo militarista, toda vez que ha servido de excusa para un incremento record del presupuesto militar y las armas se han vendido por tuberías, hasta el punto de vaciar las reservas en algunos casos. Aunque el verdadero gran comprador, como siempre, es el propio contribuyente estadounidense, ha logrado comprometer a la OTAN en una nueva carrera armamentista para beneficio de los productores de armas norteamericanos y todo ello sin arriesgar a un solo soldado en el conflicto. No hay que apoyar la invasión rusa para comprender las razones que sostienen la “solidaridad” de Estados Unidos con los ucranianos y el interés por extender esta guerra cuanto sea posible.

Lo que no pudo Donald Trump con sus desplantes lo han logrado los liberales demócratas mediante la subordinación de sus aliados europeos a los intereses del complejo militarista estadounidense. Aunque no es el único factor que explica las contradicciones, el negocio de las armas se alimenta de la exacerbación de las tensiones con Rusia y China; de la reconstrucción de zonas de influencia en permanente conflicto, así como de la promoción de la ingobernabilidad en todas partes.

Ni siquiera es siempre el interés imperialista el que explica el belicismo norteamericano, la guerra ha dejado de ser “la continuación de la política por otros medios”, al decir de Carl von Clausewitz, para convertirse en un negocio en sí mismo que actúa bajo sus propias reglas dentro del mercado capitalista. Las ganancias son extraordinarias y el subproducto la muerte y la destrucción.

   

 

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