Yuris Nórido - Foto: Annaly Sánchez - CubaSí.- Un cliente espera hasta que el portero abra la tienda y lo deje pasar. esto puede demorar segundos o varios minutos. No nos gusta hacer colas pero tenemos que lidiar con ellas a diario. Hasta el punto de que muchos creen que ya constituyen un componente de la idiosincrasia nacional. Lo cierto es que son un fenómeno molesto… y a veces injustificado.


Colas en la parada de la guagua, colas en el mercado, colas en la agencia de viaje, colas en los bancos… y, las más molestas, colas en las oficinas de atención al público. Hemos hecho —hacemos— tantas colas que ya muchos afirman que la cola es un elemento básico en la cotidianidad del cubano.

Los humoristas las han puesto en el centro mismo de muchas de sus creaciones, pero cuando uno tiene que hacerlas casi nunca dan risa.

Es que una fila larga y demorada, digan lo digan, es una anomalía (o al menos debería serlo, demasiado sabemos que la anomalía suele devenir “normalidad” en nuestras rutinas diarias).

La cola es la muestra del predominio de la demanda por encima de la oferta, de la falta de previsión de los que ofrecen un servicio, de los problemas organizativos de las instituciones… y también del puro capricho de algunos individuos con “poder”.

Se puede entender la necesidad de una cola para montarse en un ómnibus urbano, más si el ómnibus, como suele suceder, demora. En ese sentido, una cola organizada es hasta sinónimo de organización, de urbanidad.

Pero, ¿qué justifica las largas horas esperando hacer un trámite? Es sencillo: el imperio de la burocracia. Llevamos décadas apostando por simplificar el tortuoso entramado de tantas gestiones del día a día. Pero en la concreta el simple acto de legalizar un documento puede implicar toda una odisea.

Y la cola es la expresión palpable de esa contingencia.

Si a eso le sumamos la indolencia personal de los encargados de organizar el flujo de público a las oficinas es evidente el resultado: largas filas sin las más elementales condiciones para la estancia y la espera.

Nada, absolutamente nada puede justificar que las personas deban hacer una cola frente a una oficina o un centro comercial de pie y al sol. Cuando eso pasa (y pasa mucho) es que no se tomaron las necesarias previsiones.

Hay un personaje singular que ha ganado protagonismo últimamente: el portero. Muchas entidades han asumido la práctica de “dosificar” la entrada de los clientes a los locales: de tres en tres y no entran los próximos tres hasta que no salgan los tres que están dentro.

Y mientras, la cola afuera, a la intemperie.

Muchas veces esta dinámica carece de la más elemental lógica, pero los mentados porteros (y sus directivos, obviamente) la hacen cumplir a rajatabla, como para afincarse en su pequeño espacio de poder.

El hecho de que esta situación se repita en tantos lugares a lo largo y ancho del país habla del menguado respeto a los tan reclamados derechos del consumidor. O mejor: del ciudadano.

En Cuba, no es secreto para nadie, sufrimos a diario la imposición del capricho como norma. ¿Por qué debo esperar fuera de un mercado si es evidente que dentro hay suficiente capacidad? Una cosa es organizar el flujo de clientes, para facilitar las operaciones; otra es ralentizar la cola sin sentido.

El fenómeno de las colas ha generado otros fenómenos igual de molestos: los famosos tickets y pretickets; la gente que marca para diez; los organizadores “profesionales” de la fila…

Está claro que habrá colas para rato, teniendo en cuenta que no se han resuelto de manera efectiva muchas de las demandas de la ciudadanía. La eliminación de muchas de las colas vendrá de la mano del aumento de las capacidades productivas, del desarrollo de las técnicas comerciales y de la simplificación de buena parte de los trámites.

Pero sería bueno que desaparecieran, mientras, tantas colas sin sentido. Esa sería una campaña muy popular… pregunten en una cola.

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