El arte no debe de ser un vehículo para perpetuar contenidos que naturalizan la violencia

Moník Molinet - Red Semlac / Foto: Tomada de La Pistola de Monik/Facebook.- Los relatos siempre han sido un recurso recurrente para educar. Antes de dormir, un cuento para divertirnos y de paso alguna enseñanza. El proceso de socialización se apoya mucho en sistemas de sanción-recompensa y los relatos han usado este sistema para dejar claro qué te puede suceder si te sales del caminito o qué debes hacer para que te vaya bien; pero, sobre todo, cuál es tu lugar en el mundo, según tu género, tu apariencia o tu clase social. Los relatos que involucran conflicto y emoción son los mejores: lloramos y reímos con los protagonistas a través de la empatía y hasta sentimos que lo bueno y lo malo nos sucede a nosotros.


La empatía, esa capacidad fabulosa que nos permite ponernos en el lugar del otro y acercarnos a entender cómo se siente, es una habilidad que se desarrolla con la práctica. Generamos mayor empatía con las personas que se parecen a nosotros. Incluso, se ha demostrado que ayudamos antes a nuestros semejantes, porque la supervivencia del grupo asegura la nuestra y también, porque requiere de un ejercicio imaginativo menor: si el otro se parece a mí, más fácil es exponerme en la piel de esa persona. Este proceso se llama empatía por semejanza.

La imaginación no sale de la nada. Las personas que creamos y generamos imágenes, construimos la ficción a partir de experiencias visuales anteriores, de toda la acumulación cultural, de la experiencia social, referentes que se pueden resumir en códigos, en signos para comunicar. Para que se entienda debe existir un código común, una cultura compartida que permita que la imagen sea emitida e interpretada. Ese código sería el imaginario visual compartido, un conjunto de imágenes previas que, tanto el receptor como el creador de imágenes conocen y comparten.

Pese a que, según el contexto, existen diferencias, la globalización ha convertido los códigos en elementos compartidos que, desde casi cualquier parte, se pueden entender y comprender. Las imágenes no se escriben con palabras, pero transmiten un mensaje claro, escrito con elementos que tienen una carga cultural y social legible. Estos códigos simplifican muchas cosas y crean estereotipos que limitan el derecho a la diversidad humana. Por ejemplo: que una persona gorda se asocie a la vagancia o glotonería es un código que le funciona muy bien a la publicidad para, en ocho segundos, crear una historia que te convenza de comprar una caminadora, relacionándola como lo opuesto a eso negativo, estereotipado, que se te mostró. Es un lenguaje de arquetipos para simplificar personajes y comunicar más rápido, con un costo ético elevado.

Resulta difícil sentirte bien, válida, cuando todos los medios se resisten a asociar tu apariencia a historias de éxito, a la belleza, a capacidades como la tenacidad, la bondad, a las personas que merecen ser feliz; por el contrario, te cuentan y te ubican por tu apariencia en lo último de una escala de valor social, que el lenguaje visual perpetúa, al repetirlo una y otra vez.

En los personajes femeninos, la mujer se encuentra en lo más alto de esa escala de valor: blanca, delgada y joven que, por supuesto, además, cumple con los cánones de belleza del momento; hablamos de la princesa, de la barbie y, por si fuera poco, los roles de esta construcción de mujeres en el mainstream están limitados: prácticamente no hacemos otra cosa que lucir hermosas, eternamente jóvenes y delgadas, ser bombas sexuales y andar desparramadas y contorsionadas por el piso, como si poder andar erguida no fuera suficiente.

Lo que proyectamos, según poses en la moda: mirada al vacío, siempre accesibles, vulnerables, jamás retadoras o amenazantes: eso no gusta. Ya luego, cuando envejecemos, podemos ser la suegra metiche, la chismosa del barrio o la vieja bruja, porque vaya que gustan las dicotomías: la santa o la puta; la madre o la loca; como si no pudiéramos existir en esas historias como los seres humanamente complejos que somos.

Y ni hablar de la tesis de que somos la fuente de toda maldad, vaya exitazo para instalarse en el imaginario colectivo. Ya sé que estuvo muy mal que fuera nuestra culpa que nos echaran del paraíso, pero ya viene siendo hora de que vayamos superándolo, ¿no?

En la construcción de personajes masculinos tampoco es que haya mucha variedad, pero al menos en los cuentos ellos tienen el poder de sobreponerse a las dificultades, de reivindicar su propio destino y también se les permite lanzarse a la aventura, disfrutar de cosas, aunque estas, muchas veces, sean coleccionar mujeres, ver el fútbol y fruncir el ceño; porque, eso sí, los hombres siempre están pensando cosas muy profundas.

Lo que no se muestra sí existe y está siendo violentado. ¿Cuán justo es que, en la socialización de una niña, no solo se le meta en la cabeza el color rosa y los jueguitos de cocina para destinarla a los cuidados y el hogar, sino que también se le llene de referentes de princesas delgadas, blancas y jóvenes, atascadas en algún conflicto esperando impacientemente por ese príncipe que las rescate?

¿Cuán justo es, para una persona con una corporalidad fuera del estereotipo de belleza, no tener representatividad en los medios; o que los personajes parecidos a ellas tengan, generalmente, características y connotaciones negativas? ¿Cuán justo es que a una mujer que acaba de aventar un ser humano de su sistema reproductivo se le esté valorando por su capacidad de volver a ser bella en tiempo récord? ¿Cuán justo es que a personas negras o latinas se les asocie como delincuentes o personas sin capacidades intelectuales? ¿Cuán justo es replicar, una y otra vez, que el mayor valor de una mujer es su belleza y su complacencia, que su dimensión de más valor es la sexual, siempre que esta esté a disposición de la mirada masculina? Podría seguir y seguir y las preguntas no tendrían para cuando acabar.

La respuesta es sencilla: no tienen nada de justo, es violencia.

El arte no debe de ser un vehículo para perpetuar contenidos que naturalizan la violencia. Los medios eternizan la exclusión con sus estereotipos, con relatos viciados. Para poder enfrentar esta situación, lo primero es aceptar que lo son. Lo segundo que debemos hacer es comenzar a debatir sobre el daño que ya nos hicieron. Lo tercero es ser consciente de los relatos visuales que consumimos, buscar contenidos más saludables y éticos, y protestar de cualquier manera ante los que no lo son.

Ya lo demostró la Física: un pequeño cambio de ángulo y en unos años, quién sabe, podríamos estar en una sociedad más justa.

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