Dilbert Reyes Rodríguez, exclusivo para Trabajadores.- Luis Manuel Ramírez son sus primeras señas, pero la gente prefiere llamarlo por su segundo apellido: Villasana.

“¿Qué podía esperar un negrito, alto para su edad e hijo de un herrero pobre, allá por 1950, sino crecer a la derecha del padre, en la humilde herrería, y ayudar a la supervivencia de la familia?

“Gracias a mamá, quien advirtió en mí otro futuro que ni el viejo ni yo mismo veíamos, metidos en la fragua para sobrellevar la difícil situación, comencé a estudiar, y fue solo con la Revolución que pudo concretarse el maestro que he sido durante 48 años”.


Luis Manuel Ramírez son sus primeras señas, pero la gente…así mismo, la gente, porque es la del barrio, la de las escuelas, la de altos cargos directivos, la de cualquier parte, la que prefiere llamarlo por su segundo apellido: Villasana.

Eso, cuando hablan de él. Si es con él, la mayoría le dirige la palabra llamándolo Maestro.

“Así me nombró, por primera vez, un señor limpiabotas cuando, aún siendo yo un niño, lo enseñé a leer, según los mismos métodos con los cuales mi abuelo, zapatero y pobre, me había instruido a mí. Pero no imaginé que esa fuera luego mi profesión.

“La Revolución triunfó cuando yo tenía 19 años y cursaba, a duras penas, el segundo año de una escuela para maestros, que no ofrecía garantía de libros ni otros materiales escolares.

“De pronto lo tuve todo sin haber hecho nada: la posibilidad de continuar los estudios y graduarme. Sentí entonces la más grande deuda de mi vida: ¿qué había aportado yo a aquel magnífico proceso?

“Por eso fui de los primeros voluntarios que, al llamado del Gobierno Revolucionario, pasaron un curso emergente de adaptación en el caserío de San Lorenzo, en plena Sierra Maestra, donde logré el añorado título de profesor, en diciembre de 1960.

“Ni siquiera bajé de las montañas. Apenas 18 días después de la graduación ya era brigadista alfabetizador en otro intrincado paraje. Era una hermosa impresión cuando alguien gritaba ¡llegó el maestro!, y bajaban de todas partes niños, mujeres y hombres.

“Agradecido siempre, cada llamado de la Revolución es una orden para mí. Una vez dudaron que mi estatura de más de seis pies me permitiera entrar en un tanque de guerra, y sin  embargo, con toda la satisfacción del mundo, cumplí misión como tanquista en Angola.

“En la nación africana participé en otra campaña de alfabetización, pues allí completé los seis años de internacionalista, incorporado como maestro a la reconstrucción del país”.

De vuelta en la patria, Villasana se convirtió en artesano de la constancia. Como eslabones de una larga cadena, uno tras otro fueron cayendo los años, y él parado frente a las aulas; unas  veces repletas de niños, otras de jóvenes docentes en formación, en sucesión de generaciones.

Cual ejercicio sagrado, el magisterio en él desbordó la escuela. La gente aprende en su persona los valores de la amistad y el amor al trabajo, expresados a través de un carácter campechano, rico en anécdotas de sólida cubanía.

Usted hablará en mi nombre, le dijo su pueblo hace 15 años. Desde entonces, Luis Manuel Ramírez Villasana clasifica entre los diputados de mayor experiencia en el Parlamento cubano, escuchado siempre con solemne respeto.

“Antes del 59, esta categoría equivalía a ser dueño de grandes propiedades y riquezas. Diga usted, el negrito hijo de herrero convertido en parlamentario.

“Lo acepto. Mis enormes caudales están en el cariño y consideración del pueblo que represento con supremo orgullo”.

¿Hasta cuándo en las aulas?

La respuesta viaja en el pasado hasta una sesión plenaria de la Asamblea Nacional. Villasana habla para todos. Fidel en la presidencia lo escucha con atención. El orador advierte la mirada fija y recuerda la gran deuda de su vida. “Moriré siendo maestro”,  concluye su intervención.

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