Mariana Gil Jiménez - Revista Muchacha.- Nunca fui una niña lectora. La impaciencia y un temperamento de tornado me arrastraban de una actividad a otra, de un lugar a otro… Casi siempre estuve sola, salvo por la intromisión de mi hermana pequeña, con quien compartía juegos de mesa, saltos a la comba y carreras a gatas.


En cambio, en la adolescencia leí mucho. Novelas de fantasía, novelas históricas, novelas románticas, novelas eróticas… Libros de cuento disímiles. Diccionarios en francés, en inglés, en ruso… En la adolescencia, también, escribí. Cuentos infantiles donde entremezclaba mis recuerdos en España; borradores detallados sobre mi planeta Thaminys (he vivido sin saberlo como una nerd dentro del armario); proyectos de novelas sobre orfanatos en la Inglaterra de la primera posguerra mundial, o acerca de conflictos políticos en el Chile decimonónico; un poemario donde vomité mis empachos de Lolita

Si debo ser honesta, amaba escribir. Y creí que esa certeza sería suficiente para mover la pluma. Por eso, en décimo grado, luego de conversar con Lázara (una amiga egresada de la UCLV), decidí que mi carrera sería Letras.

Ella no me engatusó. Al contrario: me habló de las asignaturas, del claustro, de las variantes a la hora de escoger el tema de la tesis… Me habló, cómo no, del reducido espectro de nuestras ubicaciones laborales en la isla; y, dicho sea de paso, del aún más reducido salario que recibiría al licenciarme. Quienes me conocen un poco, saben que mi telaraña de pesimismo es apenas un triste intento de amortiguar las desilusiones de la vida: en el fondo, tiendo a salpicar de purpurina y ponerles tutús y diademas a mis musarañas; las hago danzar en piruetas tan desesperantes que ellas precisan, al menos, de una colchoneta.

Mi amiga me dio, ya casi al final, una advertencia, pero el entusiasmo me embelesaba. Y este hechizo me duró… hasta el primer mes de la carrera.

El aula de Letras es una morgue. Encima de las mesas se desparraman los libros. Nuestras pupilas van diseccionando cada uno de los aspectos que señalan lxs docentes como «relevantes». Diferenciamos título, tema, asunto, argumento. Extraemos las aliteraciones, subrayamos los fenómenos lingüísticos. Ascendemos (¿o descendemos?) por los diferentes niveles de lectura. Delimitamos el subsistema de personajes. Ubicamos los tópicos universales, cuestionamos el contrato de verosimilitud. Despreciamos la función lúdica de las artes y, contra el olvido, matamos al autor.

Para quienes la literatura constituye un manojo de tinta y papel, o un mero objeto de investigación, esas minuciosas tareas habrían de resultar, si no gratas, indistintas. Sin embargo, para quienes la concebimos como un organismo vivo y hallamos en ella un universo que palpita, que se mueve y nos conmueve, acceder a semejante autopsia supone degollar un pato salvaje. La magia de lo inapresable, de aquello que (oculto o no) sí se percibe y se siente, pero se muestra en muchas ocasiones inefable, no únicamente atraviesa la imaginación y lo creado, sino todo lo existente, cualesquiera que sean sus formas… Este era mi pensamiento antes de sumergirme en la Filología. De esos brillantes brotes solo quedaron, después, unos tallos quebradizos.

La academia (es decir, las instituciones vinculadas a la enseñanza, en su sentido más amplio y predominante), de modo general, tienen la obsesión de convertir toda materia en «ciencia». Esta insistencia malsana guarda, en mi opinión, una necesidad de despreciar la información que pueda llegar a través de los sentidos, al igual que otras múltiples habilidades, e inteligencias, que no se limitan a lo que ella reconoce como «racionalidad», «objetividad», «imparcialidad» y, en última instancia, «verdad». Mi carrera no ha sido la excepción. Lejos de apelar a la sensibilidad y de despertar una agudeza sutil en cada estudiante, lxs profesorxs no incentivaron la apropiación del conocimiento desde la emotividad, la corporalidad, la creatividad, ni la intuición. La educación bancaria consiste en eso: sentarse en el aula a disecar patos.

Hubo, como suele haber, una pluma revoltosa.

Un ala que se agita en el aire y un pico que, alargando un graznido, se rebela.

Había llegado febrero y me encontraba cursando el tercer año. En ese tiempo, consideraba por enésima vez abandonar la universidad, no por malas notas, sino por depresión. Entre otros motivos vivenciales, las últimas líneas que había escrito de mi novela registraban la fecha de mi decimoctavo cumpleaños. Tampoco leía. El análisis exhaustivo de las obras que nos orientaban en clase, en seminarios y exámenes, me obligaba a lecturas de diferente extensión, pero rigurosas y simultáneas (y, francamente, la mayoría aburridas). No alcanzaba a terminarme todos los libros. No obstante, mi mayor preocupación era que había perdido el disfrute de las dos actividades que más me apasionaban; y temía no recuperarlo jamás.

Lázara me lo había augurado. A muchxs estudiantes se les atrofiaba el paladar y no digerían con gusto ni siquiera un microcuento; a lxs que escribían en otras épocas, las uñas se les crispaban y les saltaban de las yemas los lapiceros. Era un efecto secundario, según ella; para mí, una auténtica maldición…

Ese febrero, pensaba yo en mi amiga cuando otra amiga, Laura Ben, nos prestó a mi novia y a mí un libro menudo. El lomo amarillo me recordó a la vainilla, a la crema catalana, al flan… y mi estómago gritó. Horror. No quería leerlo.

Mi novia se lo acabó en un par de días. La delicia con la que devora la literatura inglesa es proporcional a la que esta me produce retortijones y sueño. Fue tal su énfasis en que le diera una oportunidad, que me convenció de echarle un ojo. Yo acumulaba lecturas pendientes de la carrera, acarreaba con numerosos prejuicios literarios (unos propios y otros, infundidos por el claustro) y, para mayor pecado, no conocía a la autora (ni ninguna de sus obras). Me lancé a regañadientes y, tras el prólogo íntimo de Mabel Cuesta, una inquietud se abrió camino en mi espalda. Era la primera vez en años que me adentraba en un libro sin una guía de estudio. No llevaba directrices; no sabía qué buscar, ni qué esperar. No tenía una fecha límite. Solo estábamos el libro, Virginia y yo.

Así fue que me vi conociendo a un joven que viajaba en el tiempo y que, con el tiempo, resultó ser una joven. La versatilidad de la historia, amén de brindarme la oportunidad de identificarme con la perspectiva de género, me revivió el apetito al descubrir una voz narradora que esbozaba un tono irónico, sensible, creativo, perspicaz, humorístico y melancólico, sin renunciar a un inteligentísimo barrido y cuestionamiento hacia las realidades históricas, políticas y sociales que ha implicado ser mujer. Atemporalmente.

Con Orlando me permití retomar mi ritmo en la lectura. Las descripciones explayadas de paisajes y eventos sirvieron de freno al desbocado afán de cumplir con lo establecido en el programa de estudio y los requisitos para ser sobresaliente. Me di a la única tarea de vivir ese libro. De vivirlo como el personaje: desde su mismísima ignorancia acerca del devenir. Y entonces percibí un susurro debajo el lodo. Una música que remitía a las libélulas, al aire fresco; a una encina. Un resurgir de la yerba entre los dedos; el olor a agua dulce chocando junto a las piedras… Supe que esas piedras en los bolsillos no la habían ahogado; la falda de su vestido ahora se desplegaba, no como un libro muerto encima de aquel pupitre, sino como las alas nómadas de un pato salvaje. Escuché el viaje de Virginia Woolf, y su bellísimo canto.

[1] El texto original fue escrito empleando el lenguaje inclusivo. Los cambios efectuados en la presente publicación se atienen a las normas editoriales de la revista Muchacha.

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