Raúl Antonio Capote - Original publicado en Granma


La guerra económica que EE. UU. le ha hecho a Cuba por más de 60 años, la más prolongada y férrea de la historia, no deja sin afectar un solo espacio de la vida del cubano.

Para quebrar a toda una nación, el imperio parece dispuesto a utilizar «los métodos de la Divina Providencia», y no dejar piedra sobre piedra.

El bloqueo no permite, por citar solo algunos ejemplos, el uso del dólar en las transacciones comerciales, prohíbe a las entidades cubanas abrir cuentas corresponsales en bancos de EE. UU., y persigue con saña las operaciones financieras de la Isla.

Esas medidas bastarían para hacer quebrar la economía de cualquier otra nación que no tenga el sistema socio-económico que rige en la mayor de las islas del Caribe. No obstante, constituyen apenas una muestra del entramado de leyes, sanciones y prohibiciones que sufre el pueblo cubano.

Sin embargo, hay otro frente de esta guerra que es tristemente célebre por su crueldad: la guerra biológica, que afecta, a la vez, la salud y la economía.

En los años 1961 y 1962, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) introdujo en Cuba la enfermedad Newcastle, que provocó una alta mortalidad en la masa avícola.

En 1972, el virus de la fiebre porcina africana obligó a sacrificar más de medio millón de cerdos, agresión que se repitió en 1980, provocando una segunda epidemia, luego de introducir un virus genéticamente manipulado en laboratorio.

Transcurría el verano del año 1981 cuando el ganado vacuno fue contagiado con la mamilitis ulcerativa; en 1993 le tocó el turno a los conejos, que enfermaron de hemorragia viral, y tres años más tarde las abejas contrajeron la varroacis, una enfermedad grave que provoca una gran mortalidad en las colmenas.

Podemos sumar a esta lista la broca del Café, que acabó con los cafetales; la roya de la caña de azúcar, el moho azul del tabaco, el thrips palmi, el ácaro del arroz, etc.

No son invenciones ni narraciones nacidas de teorías conspiranoides. En 1979, el diario The Washington Post informó que la CIA tenía un programa contra la agricultura cubana, y que desde 1962 se fabricaban agentes para estos fines.

Ante un jurado estadounidense, Eduardo Arocena, líder del grupo terrorista Omega 7, reconoció, en 1984, haber participado en una operación para introducir gérmenes en la Isla, como parte de la guerra biológica contra Cuba.

Los científicos cubanos han podido develar que todos estos virus fueron manipulados en laboratorios, para hacerlos más virulentos, más adaptables al clima, más resistentes a los medicamentos o a agentes químicos y biológicos, y más difíciles de detectar.

Las afectaciones a la economía del país son incontables, la destrucción de las cosechas, de la masa avícola, ganadera o porcina ha dificultado la producción de alimentos básicos y ha retardado el desarrollo agrícola.

La guerra biológica está estrechamente articulada con el bloqueo, como parte de la estrategia de rendir por hambre, miseria y enfermedad al pueblo de la ínsula rebelde.

 

La Columna es un espacio libre de opinión personal de autoras y autores amigos de Cuba, que no representa necesariamente la línea editorial de Cubainformación.

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