Una persona votando en las elecciones presidenciales de Venezuela.
La minoría opositora quiere auparse hasta la Presidencia sin más verificación que frases como “todo el mundo lo sabe” o unos papeles burdamente falsificados subidos a una web
Eduardo Mayordomo Carrasco, Maite Mola
Mundo Obrero
A pesar de que Venezuela dejó de ser una colonia en 1811, hace más de 200 años, hay quien todavía se empeña en tratar a sus habitantes como súbditos. Hombres y mujeres a los que robar materias primas, tutelar e imponer virreyes. Porque no nos engañemos, lo que molesta de la Venezuela del siglo XXI no tiene que ver con la libertad, la democracia o los derechos humanos. Muy al contrario, está relacionado con su reserva petrolífera y con su valentía para idear y llevar a cabo un sistema político que, a pesar de los embargos y las dificultades, se enfrenta al capitalismo.
Un sistema de tendencia socialista que lo primero que hizo fue nacionalizar el petróleo y ponerlo al servicio de la clase trabajadora venezolana: utilizando su beneficio para mejorar las condiciones de vida en los barrios más desfavorecidos, ofrecer educación y sanidad pública. Lo hizo antes bajo la Presidencia de Hugo Chávez y lo sigue haciendo hoy en día con Nicolás Maduro.
Un solo ejemplo: en apenas 13 años han construido y entregado cinco millones de viviendas populares para dar respuesta a la severa crisis habitacional que vivía el país. Quizás, los gobiernos europeos y americanos que insisten una y otra vez en negar la voluntad venezolana expresada a través de las urnas, podrían aprender un poco de la «dictadura chavista» y dar solución a los problemas que las familias trabajadoras tenemos aquí para encontrar un lugar digno en el que vivir.
Porque guste o no, el 28 de julio, con un sistema electoral garantista y que ha pasado todo tipo de controles, los y las venezolanas fueron a votar y lo hicieron libremente. O por lo menos todo lo libre que se puede votar en un país que es sistemáticamente extorsionado. Y no solo con feroces campañas en televisiones y redes sociales, sino también a través de sabotajes como los llevados a cabo por Estados Unidos, la Unión Europea o el Reino Unido: desde la prohibición de venta de petróleo o gas, hasta el embargo de las cuentas públicas o el robo directo del oro del Estado venezolano depositado en el Banco de Inglaterra, valorado en 1.000 millones de dólares. Casi nada.
Pues en ese ambiente, bajo esa tremenda presión internacional y los continuos actos de violencia internos (27 personas fallecieron por los atentados de grupos opositores tras conocerse los resultados), los electores votaron y el resultado fue claro: el PSUV de Nicolás Maduro obtuvo 6.408.844 votos y Edmundo González, del PU, 5.326.104. Un millón de votos de diferencia.
Como era de esperar, porque ya sucedió anteriormente con el esperpento de Juan Guaidó, la campaña de descrédito internacional dio comienzo incluso antes del cierre de las urnas. La oposición se sacó de la manga unas actas que hoy sabemos falsas como único argumento de su presunta victoria. Y solo eso les bastó para recibir el apoyo de los gobiernos y partidos políticos derechistas de todo el mundo. Es decir, al Gobierno venezolano se le obliga a cumplir unos requisitos que no cumple ningún país del planeta, incluido España; mientras que a la minoría opositora se la quiere aupar hasta la Presidencia sin más verificación que frases como “todo el mundo lo sabe” o unos papeles burdamente falsificados subidos a una web.
El Tribunal Supremo de Justicia venezolano acaba de dictar sentencia: certifica los resultados y la victoria de Nicolás Maduro. La Corte Suprema confirmó que los boletines del Consejo Nacional Electoral están respaldados por las actas de escrutinios emitidas por cada una de las máquinas. Lo que pone de manifiesto, una vez más, la veracidad del sistema venezolano: el proceso electoral está 100% automatizado. Más aún, el software de los procesos de votación, escrutinio y totalización se auditan y certifican con participación de los partidos políticos y observadores.
Y a pesar del duro ataque cibernético que sufrió la red del Consejo Nacional Electoral, se están cumpliendo escrupulosamente los plazos y métodos que obliga la Constitución del país. Una Carta Magna, por cierto, que posibilita la presentación de impugnaciones. Camino que no han seguido los opositores: saben de sobra que ni la ley ni el recuento les pueden dar un Gobierno que tampoco les otorga el pueblo.
Ya está bien de que Pedro Sánchez exija a Venezuela una actas electorales que ningún país del mundo presenta en tan breve espacio de tiempo. Ni España ni, por ejemplo, México, que sin ningún tipo de queja internacional acaba de dar a conocer tres meses después el conteo definitivo de sus elecciones de principios de junio. Las famosas actas se presentarán cuándo y cómo digan las leyes del país caribeño, y no cuando se les antoje a los Biden o Borrell de turno, más ocupados últimamente en llevarnos a una III Guerra Mundial que a desarrollar un mundo en paz y prosperidad.
Venezuela dejó de ser una colonia hace más de 200 años. Recuperó su dignidad rompiendo con Fernando VII. Más nos vale a los ciudadanos de nuestro país, todavía bajo el yugo de los vástagos del «rey felón», aprender un poco de la valentía de esos pueblos americanos y dejar de dar lecciones morales e imponer gobiernos.