Enrique Ubieta Gómez - Lapolillacubana.- Quiere el escritor contrarrevolucionario cubano –nótese que digo cubano, que no ignoro su origen por mucho que se empeñe en desmerecerlo–, Rafael Rojas, sumergir la discusión política en las aguas de la academia, para privarla de oxígeno.


Quiere que se respeten las definiciones que ha construido o adoptado para enmascarar y eludir realidades sencillas, que pueden entenderse mejor si abre las ventanas de su biblioteca. O si revisa con desprejuiciada atención los libros de historia que atesora, ¿cuántos de ellos son “oficiales” y cuantos son “críticos”? ¿Es oficialista o crítico El Ingenio de Moreno Fraginals, que el Comandante Ernesto Che Guevara defendiera siendo uno de los más prominentes ministros de la Revolución, por considerar que era, precisamente, crítico y revolucionario?

En un artículo en el que responde, entre otros, a un comentario mío aparecido originalmente en este blog y no en Kaos como dice –no quiere al parecer mencionar esta dirección electrónica: www.cambiosencuba.blogspot.com-, insiste en la fabricada oposición entre “historiadores oficiales” e “historiadores críticos”, que le permite otorgar medallas de buen o mal comportamiento a sus colegas. ¿Colegas? Rojas estudió filosofía marxista en la Universidad de La Habana y su excelente tesis de grado mostraba su fascinación por El Capital (nadie imagine que desde posturas críticas). Ahora, como historiador “crítico”, se dedica a reivindicar la actuación del general Fulgencio Batista y de los ya por entonces muy desacreditados políticos que colaboraron con él o que se “hicieron de la vista gorda”, mientras no se tambaleaba su dictadura, en artículos periodísticos que publica El Nuevo Herald.

Porque ser crítico, para Rojas, significa –él lo ha dicho, con ínfulas academicistas–, oponerse al discurso de legitimación del socialismo (que el lector no se confunda con el uso de palabras como “régimen” o “gobierno”). Un esfuerzo que conlleva aparejado otro de intención contraria: construir un discurso de legitimación para una posible neocolonia. Porque no se puede concebir en términos “modernos” –él lo sabe, y por eso vende de contrabando conceptos como “nacionalismo suave” o “autonomismo”–, un capitalismo diferente para una isla pobre situada a noventa millas del imperialismo hegemónico. Toda su obra es la construcción oficiosa, para no decir oficial, de un contradiscurso neocolonial plagado de oposiciones maniqueas, que persigue el debilitamiento de todas las resistencias teóricas e históricas que se oponen a ese proyecto.

Bien, aceptemos que el discurso que legitima a la Revolución fortalece al Gobierno revolucionario; ¿a quién fortalece el discurso que legitima a la Contrarrevolución, sino a las trasnacionales que fueron nacionalizadas en 1959 y al imperialismo que las representa? El calificativo de “oficial” o de “oficialista” –más que como concepto académico, en sus textos funciona como estigma–, es muy inexacto, pero en cualquier caso habría que preguntar nuevamente, ¿con respecto a qué? Aceptar como discurso “crítico” aquel que defiende la doctrina neoliberal y neoconservadora (con Bush o sin él), es como aceptar como discurso contracultural la defensa de la Coca Cola y del “star system” de Hollywood. En el capitalismo, ¿ese no es un discurso “oficialista”?

Nada de posturas ingenuas. Rojas sabe que la historia legitima o deslegitima cualquier doctrina política. Su obra es un ejemplo de sostenido esfuerzo legitimador del capitalismo. Por eso escamotea la verdadera contradicción, la que existe entre intelectuales revolucionarios e intelectuales contrarrevolucionarios. Y disfraza la intencionalidad política de sus textos bajo el dudoso manto de una “objetividad” o de un “cientificismo” en el que no cree. Para confundir y dividir, incluye en su catálogo a escritores revolucionarios que hablan de las hormigas o que aportan elementos que enriquecen la visión de una época (lo cual en ambos casos está bien), junto a otros francamente contrarrevolucionarios que intentan desmontar los argumentos históricos de la Revolución. No le interesa ni la verdad, ni la pluralidad: quiere arrinconar o desaparecer al Che Guevara, y sustituirlo por Márquez Sterling; a la “racionalidad utópica (revolucionaria) y premoderna” que incluye según su definición a Luz, Varela, Martí y Fidel, para sustituirla por “la racionalidad utilitaria (contrarrevolucionaria), moderna”, que empieza, también según su visión, por Arango y Parreño y termina en Montaner. Habla de “parcialidad” revolucionaria, para entronizar una parcialidad contrarrevolucionaria.

Los intelectuales que defendemos la Revolución somos críticos por definición: críticos, en primer lugar, del sistema que impera hoy en el mundo y que ha llevado a la Humanidad a una crisis sin precedentes; críticos, en segundo lugar, de las imperfecciones de nuestra realidad, la única perfectible en ese mundo que previamente criticamos. Somos “oficialistas” de la contracultura revolucionaria en un mundo plagado de oficialistas de la cultura del poder trasnacional. No nos avergonzamos de ello. Pero debemos situar cada término en su lugar.

 

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