Lari Pérez Rodríguez - Revista Mujeres.- Si existe un elemento que une a todas las mujeres lesbianas en la historia, es la negativa a ser reconocidas socialmente como tal. El amor entre mujeres ha quedado reducido a eufemismos («buenas amigas», «compañeras de piso», «amistades particulares» …), que tienen su origen en una concepción occidental (por demás, patriarcal) del mundo. Esta censura de nuestra existencia ha traído consigo una discapacidad de derechos que persiste hasta nuestros días.


Podemos afirmar que la invisibilización se sostiene sobre tres elementos esenciales:

- La concepción de que las mujeres somos de una naturaleza inferior a la de los hombres; factor por el cual las mujeres sáficas tenemos menor reconocimiento social que los hombres homosexuales.

- La noción de que la sexualidad, históricamente, solo se ha concebido desde un modelo heterosexual, el cual no reconoce la atracción que puede existir entre dos mujeres.

- La idea sistémica de que el universo de la sexualidad humana gira en torno al hombre y niega la posibilidad de que dos mujeres tengamos relaciones sexuales completas sin el protagonismo del pene.

Comúnmente, las personas no heterosexuales escuchamos comentarios o recibimos «consejos» que nos alientan a expresar «nuestras preferencias» solo en la intimidad del hogar; una demanda profundamente violenta si comprendemos que la orientación sexual es un componente indivisible de la identidad humana; pero a las mujeres lesbianas no se nos vulnera porque obtengamos placer de otra mujer, sino porque no lo buscamos en un hombre. Se castiga la osadía de pensarnos, sentirnos y elegir vivir fuera de la heteronormatividad.

Hablar de invisibilidad lésbica no es hacer referencia a la negación de un grupo de personas a reconocer nuestra identidad sexual, sino denunciar un mecanismo sociocultural y político empleado en (casi) todos los países para eliminarnos. Este borrado simbólico está conectado a la premisa de que «lo que no se nombra, no existe».

Por ello, las mujeres no heterosexuales raramente somos tenidas en cuenta por instituciones y/o Gobiernos a la hora de crear protocolos de atención o leyes. Lo que se traduce en vulneraciones de derechos en todos los ámbitos. Por ejemplo, dentro del espacio sanitario no son habituales los protocolos que aborden la maternidad de mujeres lesbianas, o las campañas relativas a las enfermedades de transmisión sexual entre personas de este colectivo. Asimismo, con frecuencia el personal médico desconoce o se niega a ofrecer una atención ginecológica que contemple las particularidades físicas de sus pacientes (muchas mujeres lesbianas tienen sexo sin penetración).

Otra esfera donde resulta un imperativo tener en cuenta las diversidades es la que atañe a las vejeces. Es más frecuente que las personas LGBTQ no tengan descendencia —en la mayoría de los casos, porque se les privó del derecho a maternar/paternar. También es usual que, debido a la marginación y violencias sufridas, carezcan de ahorros o inmuebles propios. Sus redes de apoyo suelen estar compuestas por amistades del mismo grupo etario. De este modo, termina siendo un deber gubernamental garantizar la creación de espacios residenciales comunitarios respetuosos con las diversidades.

Conscientes de que lo personal es político, los activismos lésbicos llevamos décadas intentando dar visibilidad a nuestras historias de vida. Nos posicionamos como referentes positivos al interior de las comunidades y exigimos que se nos contemple en las estadísticas que anualmente ofrecen los Gobiernos, y en las políticas públicas. Algunas somos disidentes de los roles de género, todas lo somos de la heterosexualidad. Existimos y resistimos… y (nos) amamos, por sobre todas las cosas.

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