En pocas palabras, quieren que olvidemos lo que ya nuestros ojos han recogido a través de los años, lo que nuestros oídos han escuchado, lo que se nos hace realidad así delante nuestro como si no hubiera algo más objetivo, más real. Porque somos reales, claro, somos de carne y de hueso y de alegrías o tristezas, de calamidad y soluciones, de huracanes y divertimentos, de coraje y amor, de sudor y abatía; somos reales, pero la realidad nuestra nos supera a todos y a cada uno en particular. Nos supera. Es decir, es más real que ella misma, es más objetiva que lo que dicta el concepto porque es palpable y es sentida, porque sube y baja todos los tiempos, todos los espacios. No hay manera de atraparla en su totalidad pero no se hace imposible presenciarla, adueñarse aunque sea por unos segundos de su esencia. Y respirarla, ah, premiarla con suspiro o sonrisa. Y todo eso porque esta realidad es nuestra, al fin, legado de aquellos primigenios extinguidos por la lujuria de unos pocos, por el encuentro de lo que no se debía encontrar así, tan duramente. La vengo viviendo toda mi vida y no creo que se pueda conocer mejor que naciendo dentro de ella y cultivándola con el vivir, con el sufrir, con la sonrisa en las mañanas y con el alba trastocado en labor y osadía. Como si nada de esto importara ellos, los de la Santa María, de la Niña, de la Pinta, y aquellos que ayudaron a financiar el encuentro fatal, intentan redescubrirnos una [c]uba que no es posible redescubrir porque no existe, porque ni siquiera se percibe en la lejanía y porque no tiene sentido, claro, si al menos tuviera una lógica uno asume que algo de existencia tendría. Pero nada en ese engendro encaja con la realidad que yo, por lo menos, vivo y toco, beso y alabo y defiendo. Dentro de esta tierra vivo y sé que moriré aquí dentro, con orgullo y claridad porque siempre las cosas sinceras han sido mi rutina. Y estoy harto ya de que quieran trastocar mi visión. Tengo todo el derecho a ver las cosas que veo, a sentir por la patria que me atestigua y que sostengo sobre mi desmejorada espalda. Mi amor por ella es más grande que mi dolor, es más intenso que lo que puede hacerme sufrir un mal amor. Y sé que la inmensa mayoría de mis coterráneos piensan igual, o parecido, o quizás no tan parecido, pero en el mismo castellano y con las mismas ganas. Sí, porque nos une la memoria que sí existe, porque nada de lo vivido hasta el momento se queda atrás en el tosco olvido. Con esa memoria hablo. Y conmigo todos aquellos que nunca olvidaron el sufrimiento de los otros y se echaron a pelear por la construcción de un camino digno, amplio y bien iluminado. Como es este franja que ahora piso y me conduce a la verdadera felicidad. Negarlo sería caer en un hoyo infinito, o caer en la nada porque es negar que vivo y ando.
¿Y cómo ellos intentan que redescubramos a Cuba? Convocan a «señoritos» de la palabra, a desafectos del alma, a limitadores y carroñeros. Les pagan y ponen en sus manos el arma más poderosa que existe: la palabra. Pero la envenenan, superan su alcance mediática y la convierten en algo terrible. Destruyen casas y bombardean la vida apacible de los que nada tienen que perder. Y suponen que están logrando su objetivo, que ya nosotros estamos viendo esa [c]uba irreal que ellos manifiestan o quieren regalarnos. Pero nada es gratuito. A esos palabrareros les toca su tajada y para ello se emplean más de 20 millones de dólares. 20 millones que no se emplean en mejorarle la vida a los damnificados por los desastres naturales, ni por tratar de restituirle la situación social a aquellos que vagan por las calle y duermen tras las noticias cálidas de los periódicos, ni en reconstruir escuelas u hospitales de amplio acceso. No, los «fabricantes» del dinero tienen otros planes y van a intentar instaurar un nuevo orden mundial a su antojo. No les importa hundir a su propio país en una crisis abismal, no les importa la voz clamante en el desierto de su propia gente. No les importa siquiera que sus hijos recojan el fruto amargo, la desolación.
Vociferan a los cuatro vientos una democracia para Cuba y quieren democratizarla ya. Alzan las manos en un supuesto congreso de las naciones y mienten sobre la realidad mía, sobre lo que soy, y pretenden que todo el mundo les crea el cuento porque la fe es la madre de la existencia humana. Tal vez llegue el día en que ellos mismos se den cuenta del tiempo perdido y que ya es irrecuperable. Del bien que pudieron hacer y que trastocaron. Yo sigo aquí, con mi país a cuestas, empujándolo hacia delante, ayudándolo a contar las hojas que caen de los árboles y haciendo feliz a mis amigos. No hay otra realidad. Cualquier intento de redescubrir otra Cuba, es pura invención, demasiado veneno.