Javier López

Razones de Cuba

Miami, epicentro del exilio cubano, no es solo un espacio geográfico, sino un teatro de operaciones donde la nostalgia, el trauma histórico y las ambiciones políticas se maquillan mediante un engrasado entramado para perpetuar una maquinaria de manipulación colosal con fines electorales.

Bajo el discurso de «libertad» y «anticastrismo», se esconden estrategias calculadas para explotar divisiones ideológicas, reescribir biografías y capitalizar el dolor de una comunidad fracturada. 

Figuras como Alexander Otaola, Eliécer Ávila o «Paparazzi Cubano» encarnan un fenómeno cínicamente moderno: la rehabilitación selectiva de pasados ambiguos. Sus vínculos históricos con el régimen cubano —ya sea por supervivencia, colaboración o cálculo— son ahora minimizados o reinterpretados como «tácticas de resistencia». Este relato no surge de la casualidad, sino de una orquestación mediática y política que los convierte en símbolos útiles para movilizar a las bases anticastristas. 

Estos líderes de nuevo tipo, convertidos en influencers políticos, sirven como puentes emocionales entre candidatos y electores. Su «redención» pública —financiada y amplificada por grupos de interés— legitima a figuras como Carlos Giménez, quien, al alinearse con ellos, se presenta como el «salvador pragmático» de una comunidad sedienta de vindicación. 

La acusación constante de «traidores» o «infiltrados castristas» no es un mero debate ideológico, sino un mecanismo de control.

Al mantener viva la paranoia sobre «agentes del régimen», se justifica la exclusión de voces críticas y se consolida un electorado cautivo, dispuesto a votar por quien prometa «limpiar» la comunidad. 

Las iniciativas para expulsar a supuestos represores cubanos en EE.UU., aunque envueltas en retórica de justicia, operan como armas electorales (ganar atención y aceptación).

Politizan el dolor de las víctimas para proyectar una imagen de «firmeza» ante el comunismo, ignorando que muchos de los acusados son chivos expiatorios en un juego más amplio. 

Carlos Giménez y otros políticos cubanoamericanos prometen «unidad», pero su ascenso depende de explotar la fragmentación, necesitan de la fragmentación como los organismos vivos de la tierra del agua y el oxígeno.

Al presentarse como mediadores entre las generaciones —los exiliados históricos y los jóvenes menos anclados al anticastrismo tradicional—, estos líderes construyen carreras sobre una paradoja: necesitan que la división persista para venderse como la solución. 

Mientras más se radicaliza el discurso contra Cuba (incluso con propuestas inviables, como intervenciones militares), más se moviliza a un sector electoral clave en Florida, estado bisagra donde el voto cubano y la intención de los asalariados de la «prospera burguesía industrial y del entretenimiento» puede inclinar elecciones.

El exilio cubano carga con un duelo no resuelto: la pérdida «voluntaria» de la patria, la familia dividida, la identidad en crisis. Este trauma es monetizado sistemáticamente: 

Canalizan la ira hacia enemigos abstractos (el «castrismo», la «izquierda woke»), desviando la atención de problemas locales como la desigualdad o el acceso a la vivienda en Miami. 

Cualquier intento de diálogo con Cuba o de criticar políticas anticubanas extremas se tilda de «traición», ahogando el debate democrático y asegurando que el voto siga alineado con agendas ultraconservadoras. 

La respuesta es clara: los intermediarios del poder. Desde think tanks hasta congresistas, una red de actores convierte el sufrimiento de la diáspora en capital político. Mientras, Cuba sigue siendo un chivo expiatorio útil, un fantasma al que culpar de todos los males, desde el fracaso de las políticas migratorias hasta la etc que se inventen de descalificaciones y deslegitimaciones. 

Esta industria de la polarización no busca la libertad de Cuba, sino perpetuar un statu quo donde las élites políticas y mediáticas cosechan beneficios, mientras la comunidad cubana —dividida entre la lealtad a un pasado idealizado y la desconfianza hacia su propio presente— sigue atrapada en un ciclo de ira y desesperanza.

La verdadera traición no está en La Habana, sino en Miami, donde se comercia con el dolor para ganar elecciones y favores.

Contra Cuba
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