Nueve Azul - Revista Alma Mater.- Dejémoslo claro: sororidad es un pacto político sin jerarquías. Una sintonía al margen de las diferencias. Sororidad es hacer común, más allá de aquello que nos aleja de las demás. Constituye el regreso a la alianza y al disfrute del mundo entre las mujeres… Que no nos arrebaten el orgullo de vivir nuestros propios aquelarres, de llamarnos «hermanas» y sentirnos a salvo unas con otras.


La lengua mordida para huir del grito. La protesta tragada, preferido el silencio. El olvido de la lucidez y la permanencia de eso que llamamos la tímida doncella; la que espera, delicada, a su príncipe azul, el beso desconocido. La que es capaz de envenenar a otra mujer por la belleza suprema.

Las novelas escritas por mujeres son siempre o casi siempre autobiografías apócrifas.

La literatura femenina es el mapa, lectores. Y Marx, las lectoras de Marx, y las lectoras de las lectoras de Marx.

Perdonado este ambiguo introito, quisiera hablar de aquello en lo que estamos de acuerdo. Lo que sea. De nuestros desacuerdos podemos ocuparnos más tarde, o dejárselo a los hombres, que saben fijarse en esas cosas. Ya está: dejémoselos a los hombres. Nosotras a lo nuestro. Esta vez, la sororidad.

Siento el deber de nombrarlo tal cual y apresurarme a decir que fue planteado por Marcela Lagarde, antes de que «la sociedad» se apropie de él, lo institucionalice y de pronto se desvanezca o se vulgarice.

Sororidad es una política de relación entre mujeres, «una experiencia que conduce a relaciones positivas y a la alianza existencial». Sororidad es un rescate; como cuando te das cuenta que tu amiga te sabe incluso más de lo que alcanzas tú; o cuando recibes una mirada cómplice de una chica en la calle, ante un piropo de un desajustado cualquiera. Es callarle la boca a quienes nos han echado la culpa de todo y nos han enseñado a colaborar con el machismo sin percatarnos de ello.

Podemos colaborar con el machismo de muchas maneras: creyéndonos el cuento que nos hacen a diario, haciendo caso a la vocecita chirriante en nuestra cabeza cada vez que aparece el síndrome de la impostora a hacer lo suyo, u obedeciendo a la lógica de que dos más dos son cuatro y así debemos ser y así no.

También colaboramos con el machismo al criticar a otra mujer cuando falla por el hecho de ser mujer; un trato diferenciado que privilegia y justifica en mayoría las actitudes masculinas. Colaboramos con el machismo porque ¡ay, Marx! la alienación de las mujeres es un interés social (ya sabemos quién dicta las reglas), como lo es que compitamos entre nosotras y que, por supuesto, nos enemistemos.

Dejamos de colaborar con él en el instante en que observamos con empatía la subjetividad ajena. Sororidad, decía, es ese encuentro transparente con la vivencia de otras mujeres, el «yo también» que más o menos nos ha tocado a todas: Yo también he sido golpeada. Yo también he sido violada. Yo también he callado cuando me han ordenado qué hacer y decir, cuando me han echado la culpa. Yo también creo que debemos unirnos. Yo también soy feminista.

El feminismo nos regala el cristal sororo. Sin embargo, no estamos acostumbradas a hablar de ello. Estamos más familiarizados con la hermandad y la fraternidad -aun la solidaridad-, concebidos como un pacto entre iguales. Un pacto, no obstante, que ha mitificado las relaciones entre hombres y demonizado las que se establecen entre mujeres. Los hombres tienen muy claro el equipo en el que juegan y desde allí defienden el terreno.

Anotemos en este punto que hemos escuchado siempre que nosotras somos rivales naturales: robamaridos, histéricas, chismosas, desalmadas, paranoicas… Cuando no, nos dibujan un coqueteo raro entre la amistad y su antónimo para ponerle chispa al cine y las historias. Y así nos han arrebatado el orgullo de vivir nuestros propios aquelarres, de llamarnos «hermanas» y sentirnos a salvo unas con otras.

Quisiera alejar de la reflexión colectiva el pensamiento de que sororidad es olvidar nuestras diferencias, y ser permanente e incondicionalmente amigas. No. La sororidad es la base de la democracia feminista y es política por excelencia. Promueve el encuentro con la Otra, no la desaparición de nuestros límites y esencias. Se proyecta como una vía para mitigar potenciales relaciones de enemistad, en función de concertar proyectos.

He aquí otro elemento interesante: el feminismo nos da la capacidad de encontrar comunes intereses. Si algo ha permitido a las mujeres arribar a consensos que sostengan al movimiento ha sido esa búsqueda permanente de lo común; más allá de ideologías políticas, de clases sociales o condicionamientos étnicos o culturales. Ojo, con ello no quiero significar que las necesidades y expectativas comunes también son compartidas, o que somos siempre conscientes de que nuestros modos de hacer y sentir son similares a los de otras mujeres; pero sí, hay que saber que hemos vivido daños parecidos, como consecuencia de nuestra condición política de género.

Quizás el verdadero dos más dos en este sentido descansa en la aserción de que el interés común de las mujeres identificadas en y con el feminismo es la eliminación de todas las formas de violencia por razones de género. Digo identificadas en y con el feminismo porque el feminismo no nos es inherente y, como es natural, sin esta visión la sororidad perdería el sentido como lo pierde el propio feminismo cuando se obvian las relaciones de dominación, o se asume que hay igualdad si hay mujeres y hombres compartiendo un espacio determinado.

La base de la sororidad se construye en lo individual y lo colectivo. Como toda causa, se edifica a contracorriente, cuestionando los presupuestos históricos de las relaciones entre nosotras y con los demás.

Las mujeres, al contrario de lo que se nos ha hecho creer, no compartimos una identidad por ser mujeres per se. No es suficiente ser mujer para ser feminista, para estar de acuerdo o para cooperar. No existe un reloj biológico que nos indique por instinto el camino hacia el logro mancomunado de nuestros objetivos. Sabemos que las mujeres y las mujeres feministas seguimos sin mirarnos mutuamente a los ojos.

Esta desidentificación hace que la lucha continúe, eso sí; pero, a la vez, es una de las más serias dificultades a enfrentar, porque ya el (des)orden social imperante cierra el cerco lo suficiente como para que se prosiga descalificando a la mujer y estigmatizando sus conductas.

He aquí un gran desafío: salvar a la sororidad del infierno de los prejuicios. Protegerla de la incomprensión que se ha reservado a las aspiraciones políticas de las personas marginadas. Con la distorsión, la mayoría hegemónica enfrenta todo aquello que se niega a reconocer.

Pensar que a tontas y a locas el patriarcado siempre muestra su lado más hostil es, cuanto menos, ingenuo. Es este un campo minado, porque la misoginia tiene rostros dulces y perfumados en muchas ocasiones; otras tantas rostros femeninos.

Creo entonces que la sororidad vendría a ser la salvaguarda de aquellas situaciones en que el odio hacia las mujeres está siendo sostenido por mujeres. La misoginia, lectores, tampoco forma parte de nuestra naturaleza. Ambas: misoginia y sororidad, son actitudes voluntarias por antonomasia. Así, podemos decidir atentar contra una u otra. Cada cual, en un estado más o menos consciente de sí y de los demás. Cada cual a sabiendas de su responsabilidad social como individuo.

Esta es una ética distinta, que penetra culturalmente a la sociedad a partir del reconocimiento de la dignidad de las personas y que viene, digamos, a proteger la dignidad de todas y todos frente al maltrato y la violencia de la sociedad. Llega como brisa fresca, asimismo, a quitarnos la culpa, y de paso las gafas patriarcales; y, ¿por qué no?, a desmontar los mitos de la enemistad y la crueldad femeninas, así como de la obligatoriedad de la simpatía entre nosotras.

Dejémoslo claro: sororidad es un pacto político sin jerarquías. Una sintonía al margen de las diferencias. Sororidad es hacer común, más allá de aquello que nos aleja de las demás. Constituye el regreso al aquelarre, a la alianza y al disfrute del mundo entre las mujeres. Es hora de normalizar que somos amigas. Si ya sabemos que habitamos en la punta del iceberg, entonces, pongámoslo todo de cabeza.

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