Lari Perez Rodriguez - Revista Muchacha.- Desde el comienzo de los tiempos, hombres y mujeres comprendieron que la gestación no era un proceso solitario, sino que correspondía a toda la comunidad velar por la madre y su posible descendencia. Pero de todas las tareas repartidas, ninguna fue más importante que la que desempeñaba aquella mujer que, tras haber ya alumbrado, acompañaba a su «hermana» en el proceso. Los nombres variaron en dependencia de la región geográfica y los años, pero ya fuere como «partera», «comadrona», «llevadora» o «comadre de parir», lo cierto es que, durante milenios, estas mujeres gozaron de elevada dignidad y alto reconocimiento social debido a su noble y necesaria labor.


Además de asistir al parto, las comadronas controlaban el embarazo haciendo indicaciones sobre alimentación, hábitos nocivos, ejercicios y relaciones sexuales. También prescribían afrodisiacos y anticonceptivos, inducían abortos, decidían sobre el futuro de los recién nacidos y, en algunos países, hasta arreglaban casamientos.

En Grecia, por ejemplo, el parto se realizaba en casa de la comadrona, y se usaba la silla obstétrica o, como en Egipto y en la civilización persa, la posición de rodillas durante el expulsivo — disponían de soportes especialmente diseñados con este fin. Para acelerar el parto, administraban drogas como la Artemisa y enseñaban ejercicios respiratorios para disminuir el dolor. Asimismo, aplicaban masajes vaginales con aceite para facilitar el alumbramiento.

Frecuentemente, la partera se formaba acompañando a otra mujer de más edad y experiencia que venía cumpliendo con dicho menester. Así, los conocimientos se trasmitían de generación en generación, normalmente de madres a hijas, o a cualquier otro familiar.

Durante la Alta Edad Media, la Iglesia aún veía con indulgencia las prácticas anticonceptivas y abortivas, asociándolas a la idea de que las mujeres podían desear el fin del embarazo por razones económicas. Estaba estipulado que las culpables hicieran penitencia durante diez años. No obstante, luego de la «peste negra» — que destruyó a más de un tercio de la población europea — , las cosas cambiaron drásticamente, ya que el control de las mujeres sobre la reproducción comenzó a ser percibido como una amenaza para la estabilidad económica y social.

A partir de ese momento, los aspectos sexuales de la herejía adquirieron mayor importancia en su persecución. Entre los siglos XVI y XVII en Europa, las mujeres fueron ejecutadas por infanticidio más que por cualquier otro crimen, excepto brujería, una acusación que también estaba centrada en el asesinato de niños y otras violaciones a las normas reproductivas.

Es la necesidad de los hombres de controlar la natalidad, y no la preocupación por la supuesta incompetencia médica de las parteras, lo que condujo a la entrada del doctor masculino a la sala de partos.

Con la marginación de la partera, comenzó un proceso por el cual las mujeres perdieron el control que habían ejercido sobre la procreación, reducidas a un papel pasivo en el parto, mientras que los médicos hombres comenzaron a ser considerados como los verdaderos «dadores de vida» (como en los sueños alquimistas de los magos renacentistas). Con este cambio empezó también el predominio de una nueva práctica médica que, en caso de emergencia, priorizaba la vida del feto sobre la de la madre. Esto contrastaba con el proceso de nacimiento que las mujeres habían controlado por costumbre. Y efectivamente, para que esto ocurriera, la comunidad de mujeres que se reunía alrededor de la cama de la futura madre tuvo que ser expulsada de la sala de partos, al tiempo que las parteras eran puestas bajo vigilancia del doctor o eran reclutadas para vigilar a otras mujeres.[i]

Con la llegada de los hombres, los cambios «médicos» no se hicieron esperar. Para mediados de 1500 en Francia comenzaron a recomendarse las cesáreas en mujeres vivas — práctica que previamente solo se realizaba si la mujer ya estaba moribunda y se creía en la posibilidad de salvar la vida de bebé.

En Inglaterra, en el siglo XVII se inventaron los fórceps, y su uso se popularizó en el siguiente siglo, a pesar de las muertes de muchas madres y recién nacidos provocados por los mismos. Las matronas de la época se opusieron al uso de los fórceps obstétricos, denunciando a los «instrumentadores» y sosteniendo que toda intervención obstétrica debería ser practicada solo con las manos.

Las bases de la obstetricia fueron establecidas gracias a los dibujos anatómicos sobre el embarazo de Hunter y Smellie, quienes pasaron a la posteridad como los «padres de la obstetricia». En el año 2010, el historiador neozelandés Don Shelton, luego de analizar los datos demográficos de la época y los diarios médicos de ambos, arribó a la conclusión de que es muy probable que estos hayan matado a cerca de 32 mujeres embarazadas entre 1750 y 1774 en el Reino Unido. El objetivo era poder diseccionar los úteros y crear atlas anatómicos completos hasta el noveno mes de gestación.

Años más tarde y al otro lado el mar, en el sur de los Estados Unidos de América, los colonos estaban «devastados» porque sus esclavas frecuentemente padecían de fístulas vaginales, lo cual afectaba su capacidad para trabajar y engendrar más esclavos.

La fístula vaginal es una ruptura entre la vagina y la vejiga por la que se filtra orina sin ningún control — y a veces heces, si involucra al recto — , causada la mayoría de las veces por trabajos de parto prolongados, para los cuales una cesárea en la época significaba prácticamente una sentencia de muerte para la madre.

Es en este contexto en el que aparece el que posteriormente sería reconocido como el «padre de la ginecología moderna»: Marion Sims. Según Sims, las mujeres negras presentaban más fístulas que las mujeres blancas debido a su «falta de higiene» y a sus «excesivas prácticas sexuales». En la actualidad ambas afirmaciones han sido desmentidas, y se ha probado que dicha problemática de salud estaba asociada a la hambruna a la que se vieron sometidas aquellas poblaciones, ya que la mala nutrición provocaba que los huesos de sus pelvis no se formaran bien. A esto se le sumaba que desde edades tempranas las obligaban a procrear; actividad que se veían forzadas a repetir múltiples veces a lo largo de sus vidas.

Para curar la enfermedad que preocupaba a casi todos los hombres ricos de la época, en 1840, Sims empezó a experimentar con mujeres esclavizadas en un «hospital» que montó en su patio. En sus diarios apuntó que los experimentos tuvieron lugar durante cinco años, y que abusó y violentó a aproximadamente 14 mujeres. Solo tres nombres se conocen: Anarcha, Betsey y Lucy, quienes fueron operadas sin anestesia hasta 30 veces en cuatro años. Para él, eran animales desprovistos de sensibilidad, razón y emoción, y así lo escribió en sus memorias.

En la década de 1950, las mujeres puertorriqueñas fueron objeto de las primeras pruebas humanas a gran escala de la píldora anticonceptiva. El científico Gregory Pincus escogió Puerto Rico para sus experimentos porque los residentes de la isla estaban empobrecidos luego de la colonización de los Estados Unidos y experimentaban una explosión demográfica. Pincus reclutó a 132 mujeres portorriqueñas de barrios humildes para probar los posibles efectos secundarios. Como consecuencia, muchas murieron y otras sufrieron efectos secundarios como cáncer, infecciones urinarias, cambios en el periodo menstrual, etcétera.

En 1960, después de las pruebas menos rigurosas que se hayan hecho nunca con un fármaco aprobado por la FDA (organismo regulador estadounidense), se autorizó el uso de Enovid como anticonceptivo en este país. Durante los años 60, Puerto Rico siguió siendo el laboratorio de pruebas de todos los nuevos anticonceptivos.

A pesar de su contribución al desarrollo de la píldora, las mujeres de Puerto Rico no tuvieron acceso a la versión segura de la píldora anticonceptiva cuando estuvo disponible en el mercado, debido a que inicialmente fueron prescritas solo para quienes viviesen en el Estados Unidos continental y estuvieran casadas.

En los años 90, el documental The Human Laboratory expuso testimonios de mujeres de los suburbios de Banglandesh o Haití que formaron parte de los programas «voluntarios» de pruebas para testar anticonceptivos. En él se denunciaba la falta de información e incluso la negativa a retirar el dispositivo cuando la mujer sufría efectos secundarios. Cuando se preguntaba a los organismos legales que promovían esta investigación, estos decían no saber nada.

Además de los abusos en el uso de anticonceptivos, comunidades marginadas alrededor del mundo han luchado durante mucho tiempo contra las prácticas de esterilización forzada. Estudios han encontrado incidentes de esterilización forzada en 38 países.

En la actualidad, las disparidades raciales en la salud reproductiva son más que evidentes. En Reino Unido, las mujeres negras tienen cinco veces más probabilidades de morir durante o poco después del embarazo que las mujeres blancas[ii] y, en Estados Unidos, las mujeres negras e indígenas tienen dos o tres veces más probabilidades de morir durante o poco después del embarazo que las mujeres blancas[iii]. Adicionalmente, las mujeres no blancas en Estados Unidos tienen menos probabilidades de recibir medicación para el dolor durante y después del parto[iv].

En los últimos años, diversidades de activismos y feminismos han estado abogando por la necesidad de partos respetuosos, así como presentando denuncias ante las diferentes prácticas de violencia obstétrica. Aunque reconozco la importancia de dichas acciones, considero que en no pocas ocasiones provienen de posturas clasistas, interesadas por la calidad de vida de las mujeres blancas de clase media. Solo algunas personas son capaces de reconocer que es el sistema capitalista el que ha transformado el cuerpo femenino en un instrumento para la reproducción del trabajo y la expansión de la fuerza de trabajo y que, por tanto, no pueden existir prácticas ginecológicas respetuosas para «todas las mujeres» dentro de dicho sistema.

La medicina moderna, en mi opinión, no sostiene algunos métodos violentos, sino que se ha constituido a partir de la violencia sistemática sobre poblaciones que, Gobiernos y agentes de poder, han considerado prescindibles. Es el legado de la «Europa civilizada», que se ha sustentado mediante los «saberes» que ella misma ha legitimado. Aquellxs que anhelamos sociedades más justas, estamos obligadxs a buscar las respuestas a nuestras preguntas fuera de las academias. Indaguemos en las comunidades, y escuchemos las voces «otras», históricamente silenciadas. Busquemos en este amplio sur — no geográfico, sino vivencial — las experiencias anticapitalistas y liberadoras. La violencia ginecobstétrica no es solo un problema de salud, sino que constituye un síntoma de este podrido sistema.

[i] Federici, Silvia. (2019). Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Madrid: Traficantes de Sueños (pág. 141).

[ii] MBRRACE-UK. (2018). Lessons learned to inform maternity care from the UK and Ireland Confidential Enquiries into Maternal Deaths and Morbidity 2014–16 [Internet]. Disponible en: https://www.npeu.ox.ac.uk/assets/downloads/mbrrace-uk/reports/MBRRACE-UK%20Maternal%20Report%202018%20-%20Web%20Version.pdf

[iii] Centers for Disease Control and Prevention. (2019). Racial and Ethnic Disparities Continue in Pregnancy-Related Deaths [Internet]. CDC Newsroom. Disponible en: https://www.cdc.gov/media/releases/2019/p0905-racial-ethnic-disparities-pregnancy-deaths.html

[iv] Badreldin N, Grobman WA, Yee LM. (2019). «Racial Disparities in Postpartum Pain Management». Obstetrics & Gynecology.; 134 (6): 1147–53.

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