«¿Acaso el dolor duele menos cuando no se ha visto o sentido lo que se pierde? En la noche, el cuerpo recapitula. Los calambres te recuerdan que algo se ha ido…»

Thalía Fuentes Puebla - Alma Mater / Imagen generada con IA.- Hay pocos lugares tan gélidos como un salón de operaciones. Los hospitales suelen ser lugares fríos. Te aferras a lo primero que encuentras: la risa esporádica mezclada con nervios de las dos muchachas del fondo mientras esperan su turno, el aliento del camillero, o el calor de la enfermera que te sostiene la mano mientras inserta en tu brazo la aguja de 25 milímetros. La introduce y no duele, sientes alivio. Te sostiene el brazo y por segundos no estás tan sola. Pocos lugares se tornan tan desiertos como un salón de operaciones.


El pitido de la máquina se mantiene constante como la banda sonora justa de un momento en el que pones tu vida en manos de otros. «¿Eres alérgica a algún medicamento? ¿Padeces de alguna enfermedad? ¿Comiste algo antes del procedimiento? ¿Tomas? ¿Fumas?». Y ante los no te recitan las instrucciones: «Traga saliva, no luches contra el sueño y piensa en algo lindo». Confías en ellos, cierras los ojos y llega ese recuerdo frente al mar. A menudo pienso en el mar.

Dicen que casi diez semanas es poco. Te animan. «Estás joven», «tendrás otras oportunidades», «las cosas pasan por algo». ¿Acaso el dolor duele menos cuando no se ha visto o sentido lo que se pierde? A la tristeza le gusta aferrarse a las personas. Hay veces que no se va sino que se aprende a vivir con ella, a que sea más soportable, que no te desgarre.

Poco se habla de ese momento: el fin de un embarazo, el pensar en lo que pudo haber sido. Las pastillas dentro de ti como catalizador para expulsar lo que llevabas dentro. El dolor agonizante. Preguntarte los porqués. El procedimiento incompleto. El legrado uterino. El dolor del antes y el de después, el físico y el que no se puede palpar. Ese último, por mucho, el que más duele.

La preocupación en el rostro del doctor de guardia cuando regresas una semana después con dolor. La falta de empatía de ese que te vio llorando y no se inmutó a pasarte la mano. La enfermera que pide calma, que te abraza y te seca las lágrimas. El estudiante de medicina que aprende, además de ginecología, a ser un tanto más humano. Y con el aliento de todos los nervios se calman y la agonía e incertidumbre se hacen soportables. Confías. Son médicos. Son médicos cubanos.

Hay pocos lugares tan gélidos como un salón de operaciones. Abres los ojos después de la anestesia general y pierdes la noción del tiempo y espacio. Intentas pensar, pero no piensas. Un escalofrío te recorre el cuerpo. Sacas las fuerzas y caminas hasta la salida. Abrazas a esa persona que te espera afuera. Sientes su calor, pero el frío se empeña en no abandonar el cuerpo.

Poco se habla del sentimiento de vacío después de la pérdida, de la ansiedad en la madrugada, el pensar en cómo hubiese sido su cara, su sexo, su vida. «Es poco tiempo», te dicen. ¿Acaso el dolor duele menos cuando no se ha visto o sentido lo que se pierde? En la noche, el cuerpo recapitula. Los calambres te recuerdan que algo se ha ido. Las sábanas se enredan en preguntas, pero el útero ya no guarda secretos, solo cicatrices y respuestas inconclusas.

Después del trauma casi no se menciona la necesidad de la empatía, de la fuerza que te inyectan los que te dan la mano, los que curan, los que sanan en medio del dolor. Poco se habla de la humanidad que emana en los momentos duros, esa que nos hace sentir que no estamos tan solos, tan rotos, que hace tangible la utopía de que existe un mundo mejor.

Pocos lugares se tornan tan desiertos como un salón de operaciones. Pocas veces la vida se siente tan absurda como en los minutos, horas y días después de una pérdida, sin importar el tiempo o la forma. Ya el cuerpo no alberga un latido ajeno. Ahora solo queda el eco de un vacío que se expande y arrastra consigo toda certeza. La enfermera ajusta la manta sobre mis piernas; su gesto es un acto de piedad en un ritual clínico que borra cualquier rastro de lo que ya no será.

Te piden pensar en algo lindo y te sumerges en la anestesia sin resistirte, como quien entrega un cuerpo a las corrientes. Al despertar, la garganta arde y solo sientes el sabor a metal. El camillero me da la mano, me acompaña a la salida y murmura algo sobre «reposo», pero ¿cómo descansar cuando el cuerpo grita por lo que falta?

Hay pérdidas que no caben en las estadísticas ni se miden en semanas. Son geografías íntimas. Aprendes, con los días, que el duelo no es una línea recta, sino un laberinto. A veces tropiezas con la risa de un bebé en la calle. Otras, el mar regresa en sueños y, por un instante, crees sentir su corriente acariciando tu piel. No es consuelo, es supervivencia. Y en ese viaje entre el hielo y la tibieza, descubres que incluso en los lugares más desolados, la humanidad puede ser un refugio. Aferrarse a eso, tal vez, sea el primer latido hacia sanar.

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