Enrique Ubieta Gómez / Especial para CubaSí
Hace dos décadas, al filo del nuevo milenio, estaba seguro de que nadie podría ya engañar a los cubanos con patrañas baratas, y contaba, entre divertido y triste, cómo gente desinformada y no necesariamente inculta, en otros países, me hacía preguntas inconcebibles: no, en Cuba no le quitan la patria potestad a los progenitores para adoctrinar a los niños, explicaba con asombro. La operación Peter Pan se basó en mentiras colosales, cuyo tamaño dependía de la ingenuidad o del nivel de colonización del receptor: desde la intención de privar a los padres del derecho a formar a sus hijos, hasta el anuncio de que las conservas que llegaban de la Unión Soviética se confeccionaban con carne humana.
Miles de padres profesionales las creyeron, o querían o necesitaban creerlas, no sé, y se apresuraron a enviar a sus hijos a campamentos provisionales en los Estados Unidos, hasta que ellos pudiesen emigrar. Sí, el adoctrinamiento, el “lavado de cerebro” temido se produciría en aquel país, y ellos dócilmente lo aceptaban. Los médicos cubanos en Venezuela me contaron una anécdota simpática y reveladora: un anciano humilde que se vanagloriaba de ser adeco fue operado en Cuba de cataratas y cuando regresó empezó a colaborar con el módulo de Barrio Adentro. Un día le pidieron que explicara su cambio de posición y dijo: “dicen que en Cuba hay comunismo, y es mentira, ¡comunismo es lo que hemos tenido en este país durante cuarenta años!”
Pero el control actual que las redes sociales ejercen sobre la mente de personas preparadas es inusitado. Hace unos días escuchaba a un padre que le decía a su hijo: “mucho cuidado, porque están secuestrando a los niños”. Las autoridades desmintieron la falsa noticia, pero ¿qué pasa que la gente cree cualquier cosa? Nuestros medios han aprendido a lidiar con la inmediatez de Internet, pero no pueden perseguir cada mentira. Algunas personas no verifican la “información”, creen lo que necesitan o quieren creer, porque tal como afirma Gustavo Villapol, hoy más que “estados de opinión” se construyen “estados emocionales”; otras, conocen la verdad, pero difunden la mentira con ánimos desestabilizadores. Las trampas de la desinformación contemporánea están encapsuladas en el algoritmo. La guerra cultural se libra en cada ser humano: el combate es persona a persona.
Solo vemos lo que quieren que veamos. Cada diez noticias de asesinatos, robos o estafas ocurridos en Miami, aparece una noticia, con un matiz sensacionalista, sobre un hecho delictivo en Cuba. Se cometen muchos más asesinatos y robos en los Estados Unidos que en la Isla rebelde, donde aún es posible caminar de noche por las calles, incluso en apagón. Pero se vende la idea de que es aquí donde la criminalidad es incontrolable. El propósito es sencillo: generar miedo o desconcierto entre los cubanos, arrebatarles la sensación de seguridad, una de las conquistas de la Revolución; y ahuyentar a los turistas, una necesaria fuente de ingresos en divisas para el país.
Pero el sentido común se desmorona, el Emperador ha visto demasiadas películas o series, o más bien reels. El hiperindividualismo que las redes cultivan se apodera del imperio: yo, solo yo existo. Y pasan cosas, por encima o por debajo de las mentiras que reparten las redes sociales. Ya no hay que mentir: “quiero apoderarme de Groenlandia, del Canal de Panamá, de la franja de Gaza, porque esos territorios me gustan o me convienen”. De repente, el imperio desarticula todas las reglas del juego. Tres o cuatro multimillonarios improductivos se reúnen, abren una botella de whisky, y empiezan a jugar; no frente a una pantalla, sino frente al mundo real. ¿Hasta dónde avanzará la impunidad?, ¿hasta dónde el más fuerte, el que cree que aún lo es, dictará sus abusivas normas de convivencia? No hablo del bullyng o del choteo escolar; no me refiero al control mafioso de un barrio o de una ciudad. Hablo de las relaciones internacionales.
El imperialismo estadounidense se desentiende de sus secuaces. En plena decadencia económica y política y por consiguiente moral, exige que todos se postren, que muestren su sumisión, incluidos los tradicionales aliados. Los ideólogos que medran a su sombra, sugieren que no habla en serio, que marca un precio imposible para arrebatarnos el “posible” o deseado, que son maniobras de distracción. Nos mantiene ocupados tecleando respuestas obvias e inservibles. No serán las palabras, los argumentos, los que paren al Gigante de las siete leguas. No es un gigante lo que vemos, es su sombra. Encendamos la luz que lo liquida.
Entre apagones, tres horas de luz por tres de oscuridad en la capital, muchas más en el resto del país, se desarrolla la Feria Internacional del Libro. Miles de familias visitan el recinto ferial en La Cabaña durante el fin de semana. Los libros, digitales e impresos, tienen precios subsidiados, pero son caros. Y aún así, la gente los compra, la misma gente que hace malabares para adquirir los alimentos del mes. “Lean, no crean” había pedido Fidel. ¿Se librarán los cubanos de la dictadura del algoritmo? Solo la cultura nos salvará. ¿Cómo podemos organizar una Feria Internacional del Libro en medio de una crisis, de un bloqueo, de un apagón? La Revolución vive, su corazón late en cada libro, en cada lector real o potencial, en cada sueño atrapado en palabras. Solo la luz del conocimiento nos salva.