Gabriel Mok Rodríguez, Aniela Dumas Rojas - (Foto creada con Inteligencia Artificial - Cuba Joven - Cubadebate.- A inicios de 2025, más del 65% de la población mundial estaba conectada a internet. Más del 63%, en redes sociales. Las cifras, frías y contundentes, se leen como un triunfo: la humanidad, más comunicada que nunca. Pero hay algo que esos números no dicen: cuántas de esas conexiones son felices, cuántas de esas horas frente a una pantalla no son, en realidad, una forma elegante de soledad.


En 2024, un grupo de investigadores en Corea del Sur decidió hacer lo que nadie quería hacer: mirar de frente lo que le ocurría a un grupo de adolescentes de entre 13 y 18 años después de pasar horas en Twitter e Instagram. El resultado no fue una sorpresa, pero sí una confirmación incómoda: esos chicos, que en teoría estaban “conectados”, tenían dificultades para mantener una conversación en el mundo real. Sentían, decían, que algo los separaba de los demás, como si una membrana invisible los aislara incluso cuando estaban rodeados de gente. Y luego estaban los otros, los que recibían comentarios crueles, los que sufrían el acoso digital, los que aprendían, demasiado pronto, que internet no perdona.

En La Habana, en Santiago, en cualquier lugar donde llegue el internet —lento, caro, milagroso—, la historia no es muy distinta. Niños y adolescentes filman coreografías, hacen challenges, persiguen la viralidad como si fuera una salvación. A veces la consiguen. Y entonces llegan los comentarios: Qué lindo, qué feo, qué mal bailas, qué bueno eres, por qué te vistes así, quién te crees que eres. La validación, cuando aparece, es fugaz. La crítica, en cambio, se queda.

Hay padres que celebran: “Mi hijo tiene muchos seguidores”. Hay otros que no entienden por qué su hija pasa horas editando un video para tres segundos de atención. Y hay algunos, los menos, que se preguntan qué pasa por la cabeza de un niño de 12 años cuando un desconocido le escribe “ojalá te mueras” bajo una foto.

La solución no es, claro, volver a la era analógica. Las redes sociales son el patio de recreo, la plaza pública, el diario íntimo y el escenario de esta generación. Prohibirlas sería inútil; ignorar sus riesgos, ingenuo.

Hay herramientas: controles parentales, aplicaciones que miden el tiempo de uso, algoritmos que detectan el acoso antes de que ocurra. Pero la tecnología no educa. No enseña a un adolescente que la vida no es un feed perfecto, que los likes no son moneda de autoestima, que una pantalla no puede ser el único espejo.

El desafío, entonces, es doble: los adultos tienen que aprender primero —porque muchos no saben más que sus hijos— y luego enseñar. No se trata de espiar, ni de sermonear, sino de decir, sin romanticismos ni alarmismos: “Esto que estás viendo no es real. Esos cuerpos perfectos están editados. Esa felicidad es un instante. Tú vales más que tus seguidores”.

Las redes sociales no son el demonio. Han servido para organizar revoluciones, para encontrar voces perdidas, para crear arte en 280 caracteres o 15 segundos. Pero también han creado una cultura en la que la identidad es un producto que hay que vender y en la que el valor personal se mide en reacciones.

La pregunta no es si las redes sociales controlan a los jóvenes —algo de eso hay—, sino qué hacemos para que ellos las controlen a ellas. Para que las usen sin ser usados. Para que, cuando apaguen el teléfono, no se apague el mundo.

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