Andrés Marí - Cubainformación / Fundació Vivint.- 18 DE ABRIL DE 1961. Mi madre estaba en plena convulsión con la suerte que corrían mi padre y mi hermano, ambos milicianos de la Revolución, enfrentando a las fuerzas invasoras muy cerca del Central Australia, en el centro de la isla. Y aunque ella desconfiaba de los que hablaban de la verdad, la suya no se rajó nunca y deliraba con la certeza de que su amado catalán y el hijo tan querido estaban vivos y peleando por nosotros.


 

Ya conocía algo de sus luchas, pero nunca hablé de ellas, limitándome a mis hábitos religiosos, escolares y los otros, los que encontré en las calles de La Habana en plena invasión mercenaria por Playa Girón: los sueños..., si mi padre, mi hermano y los demás milicianos regresaban con Fidel y la victoria para que yo los cumpliera.

Algún día estudiaré hasta el amanecer y seré un buen estudiante, pues con los curas solo pude llegar hasta el 5 grado de primaria. Ellos habían dado protección a contrarrevolucionarios en la iglesia y fueron expulsados del país. Pero con 15 años no me daban entrada en la enseñanza infantil. Fue una suerte, ya que al poco tiempo la Revolución abrió las “Escuelas de Superación Obrera y Campesina”. Con los tabacaleros de la fábrica de Monte y Zulueta pude terminar el 6 grado y allí supe que ellos también tenían sueños.

Con mi flamante diploma fui a matricular en la Secundaria, pero, para otra buena suerte, tampoco en ella me aceptaron y hube de regresar al “Curso Secundario” con otros obreros en el Vedado y donde volví a sentir la pujanza que seguía soñándose en aquellas aulas de “retrasados”, como la mala fe las nombraba.

Otro flamante diploma me acompañó al Instituto, y por tercera vez fui rechazado. Pasé un tiempo como perro callejero hasta que, con 16 años, mi alegría me dijo que hiciera un esfuerzo ante un anuncio de exámenes de Matemáticas y Español en la Escuela de Comercio de La Habana, y lo hice. Aprobado. Así empezó mi juventud que continuaría en la Escuela Nacional de Arte y luego de 4 años de estudios y graduado como actor en 1971, en la Universidad de La Habana ya  trabajando en el célebre ‘Grupo Teatro-Estudio’.

De la Sala Hubert de Blanck recuerdo dos instantes esenciales: cuando interpreté en la obra de Brecht al alumno de Galileo y en una escena con este, le dije: “Desgraciado el país que no tiene héroes” y él me contestó: “No, desgraciado el país que los necesita”. Y la segunda: cuando la subdirectora del Teatro me dijo: “No irás a ninguna Grecia con ‘El Italiano’, y yo le respondí: “Iré a Grecia y adonde me reciban.”

Yo acababa de regresar, representando a Cuba, del Festival Internacional de Teatro de Manta, en Ecuador, y allí hice numerosas amistades que me invitaban a sus países. ‘El Italiano’, una obra escrita, dirigida e interpretada por mí, era bien crítica con la situación del país en pleno “Periodo Especial” fruto del derrumbe del Este Socialista  Europeo y ya yo estaba totalmente convencido de mis ideas y sabía que nadie podría detener mis luchas muy bien cuidadas en los fogones de mi padre cocinero, por las manos lavanderas de mi madre, con los discursos de mi hermano y, sobre todo, entre los sueños de ellos tres y de todos los trabajadores de mi adolescencia.

Todo lo demás, y que fueron muchas cosas, desde mi viaje a Angola, la publicación de mi cuaderno de poesía escrito allí y mis viajes por el mundo con ‘El Italiano’ fue la consecuencia de aquel feroz combate de Playa Girón donde ni mi padre ni mi hermano estaban luchando, pues fueron movilizados para otros frentes, pero donde todos los cubanos que defendieron a la Revolución en este día fueron los héroes de mis sueños y como dice Silvio en su canción: “soy feliz, soy un hombre feliz, y quiero que me perdonen por este día los muertos de mi felicidad.”

 

 

* Andrés Marí es escritor, profesor y actor cubano residente en Catalunya.

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