Jesús Arboleya - Progreso Semanal.- Mucho se ha hablado del fracaso que constituyó para Estados Unidos la recién finalizada IX Cumbre de las Américas, celebrada en Los Angeles, California. Efectivamente, fue un tiro en pie propio, toda vez que las exclusiones impuestas por el gobierno norteamericano y las ausencias de algunos mandatarios en protesta por ellas, centraron los debates de la Cumbre y la convirtieron en la menos concurrida y de menor nivel de representación de todas las celebradas hasta el momento.


Sin embargo, los gobiernos progresistas de América Latina y el Caribe pueden tener una lectura distinta respecto a los resultados del evento. Fue una muestra bastante extendida de rechazo a las imposiciones estadounidenses y en ello estribó la principal virtud de la Cumbre. Los países de América Latina y el Caribe no están en condiciones de imponer a Estados Unidos la política que debe aplicar hacia la región, pero los mejores momentos, en términos de independencia y soberanía, han estado relacionados con la capacidad de presentar una posición común, frente a aquellas políticas que los perjudican.
Estados Unidos es el enemigo histórico de la integración de Nuestra América, aunque un tal Juan González, asesor de Biden para la región y arquitecto del desastre californiano, intente convencernos de lo contrario. El panamericanismo es la expresión de esta política y la OEA su engendro más perverso, porque consiste en la subordinación disfrazada de independencia. Frente al primer intento de articulación panamericana, organizado por Estados Unidos en 1889, Martí tuvo palabras premonitorias: “De la tiranía de España supo salvarse la América española; y ahora, después de ver con ojos judiciales los antecedentes, causas y factores del convite, urge decir, porque es la verdad, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia.”
La integración latinoamericana y caribeña fue el sueño de Simón Bolívar y José Martí le incorporó una visión más orgánica de la necesidad de orientarla contra el expansionismo estadounidense. Lo que para Bolívar fue instinto, para Martí fue conocimiento y previsión. A partir de ese momento, no ha existido un solo movimiento progresista en la región, que no haya planteado el objetivo integracionista entre sus metas, toda vez que constituye una necesidad de sus proyectos.
La frase “divide y vencerás”, se atribuye al emperador romano Julio César, cien años antes de Nuestra Era. En cualquier caso, ha sido una máxima para los intentos de conquista en todas las épocas. La división arbitraria de tribus, comunidades y culturas, resultado del colonialismo, constituye el origen de la mayoría de las naciones del Tercer Mundo. No hay manera de salvarse de la dependencia económica y la subordinación política, si no es mediante la reconfiguración de la geopolítica mundial. Eso lo sabían bien los líderes de Estados Unidos cuando defendieron con sangre la integridad del país en el siglo XIX. También los europeos, que terminaron por buscar formas de integración, después de siglos de guerras fratricidas.
Un problema para la integración de América Latina y el Caribe, más allá de fenómenos como la corrupción, los intereses de las oligarquías nativas, el entreguismo de algunos gobiernos y los conflictos sociales domésticos que se observan en muchos países, es que las economías de la región no están diseñadas para ser complementarias sino competitivas. Esto no constituye una división signada por la naturaleza, sino el resultado del colonialismo y el neocolonialismo, por lo que la superación de esta condición define la esencia de las luchas nacionales. Igual que la política impuso esta estructura económica, la política puede transformarla y esa política no tiene otra opción que enfrentarse a la hegemonía de Estados Unidos en el continente.
El tema de las exclusiones a la Cumbre fue importante, porque contradecía el interés mayoritario por la integración regional que se observa en estos momentos. No hay dudas de que existen diferentes visiones sobre la integración posible, pero, por modesto que sea percibido el proyecto integracionista, confronta con las pretensiones hegemónicas de Estados Unidos y en esto consiste su importancia.
Ya sea la convocatoria mexicana a refundar las relaciones continentales con la presencia de Estados Unidos, pero sin la OEA, o la propuesta del presidente argentino, Alberto Fernández, de invitar a Joe Biden a la próxima reunión de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), a celebrarse en diciembre de este año en Buenos Aires, constituyen señales orientadas en un sentido distinto al status quo. Parafraseando a Silvio Rodríguez, “no es lo mismo, aunque parezca igual”.
El rechazo al bloqueo norteamericano contra Cuba también está incluido en esta lógica integracionista. No hay que respaldar al proceso socialista en Cuba para oponerse al bloqueo, basta con tener un mínimo de sensibilidad patriótica, ya que su naturaleza transnacional constituye una injerencia en los asuntos internos de todos los países de la región y del resto del mundo. Esta es la causa de la oposición internacional absoluta a esta política, incluso por parte de los más fieles aliados de Estados Unidos, con excepción de Israel, claro.       
Por demás, es una espada de Damocles, que pende sobre el pescuezo de cualquiera que pretenda apartarse de las reglas establecidas por el gobierno norteamericano. En realidad, el bloqueo se inventó para sembrar temores frente al “mal ejemplo” de Cuba, pero lo que fue un recurso extremo de la impotencia frente al proceso revolucionario cubano, se ha convertido en un instrumento esencial de la política exterior norteamericana. Hoy día, decenas de países sufren las sanciones de Estados Unidos. Por cierto, mejor que llamarle “sanciones”, lo que implica la legitimidad de condenar lo incorrecto, debieran ser nombradas como lo que son: “agresiones” de ese país contra otros.
La IX Cumbre de las Américas ha concretado un escenario transformador de las relaciones de América Latina y el Caribe con Estados Unidos, que pudiera favorecer a Cuba en varios sentidos, en particular para sus relaciones con Washington. A no ser que tenga una vocación especial para el ridículo, si Biden efectivamente acepta la invitación de Fernández y se presenta en la Cumbre de la CELAC en Buenos Aires, como aseguran algunos medios de prensa, difícilmente lo haría sin haber modificado ciertos aspectos de su política hacia Cuba.
Los pasos dados en función de cumplir con los acuerdos migratorios, ampliar la posibilidad de viajes a Cuba y flexibilizar las restricciones de remesas a la Isla, lo que obliga a contactos y negociaciones, que inevitablemente extienden las relaciones bilaterales a otros ámbitos, indica que ya no tiene tanto peso el pronóstico del inminente derrumbe del régimen cubano, heredado de Trump y la derecha cubanoamericana. En este contexto, tendría sentido orientar la política hacia Cuba en la dirección que el propio Biden planteó en su campaña y que podría rendirle beneficios electorales en ciertos sectores de la comunidad cubanoamericana.  
No se trata de levantar el bloqueo, una decisión que corresponde al Congreso, donde los pronósticos son muy negativos para los demócratas en las elecciones de noviembre, pero podría llevar a cabo algunas medidas ejecutivas, tal y como hizo Obama, y desmantelar parte de lo establecido por Donald Trump, con las que el gobierno demócrata no tiene ningún compromiso y es motivo de fricciones con otros países.
Otra posible iniciativa, es sacar a Cuba de la lista de países terroristas, una medida tan arbitraria e injustificada, que hasta Donald Trump dudó en llevarla a cabo. Por la incidencia que también tiene el Congreso en este proceso, es lógico suponer que, si se plantea hacerlo, trataría de llevarlo a cabo antes de noviembre.
En realidad, el escenario que se le presentó a Biden en la IX Cumbre fue bastante parecido a lo ocurrido en la VI Cumbre, celebrada en 2012 en Cartagena, Colombia, cuando la mayoría exigieron la presencia de Cuba y los presidentes de Ecuador y Nicaragua no asistieron en protesta por la no inclusión del país caribeño. El aislamiento norteamericano de cara a este asunto, fue uno de los factores que motivó a Barack Obama a revisar la política hacia Cuba, lo que tuvo expresión en la próxima Cumbre, celebrada en Panamá tres años después, la única que ha contado con la presencia de todos los gobiernos de la región.
La diferencia estriba en que ahora el movimiento por la inclusión de Cuba, Venezuela y Nicaragua, así como el levantamiento del bloqueo y la revisión del sistema interamericano, está siendo encabezado por México, la principal prioridad de Estados Unidos en su política hacia América Latina y el Caribe. El presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador se ha planteado recuperar el papel de su país como interlocutor de la región frente a Estados Unidos y lo hace por razones ideológicas e intereses políticos domésticos, pero también porque esto potencia la capacidad negociadora mexicana de cara al poderoso vecino del Norte.
El panorama que se le presenta al gobierno de Biden en América Latina y el Caribe no es nada promisorio para la hegemonía norteamericana, toda vez que otros actores internacionales, particularmente China, inciden de manera creciente en la región y la emergencia de gobiernos progresistas pudiera ser aún más contundente, a partir de los resultados de las próximas elecciones en Colombia y Brasil. Esta es la realidad que reflejó la pasada Cumbre de las Américas, que quizás sea la última, ya que, al menos hasta ahora, ningún país se ha ofrecido para organizarla. 

 

 

 

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