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Cubavisión Internacional
A propósito del cumpleaños 53 del trovador cubano Eduardo Sosa, familiares y amigos le rindieron un homenaje póstumo, que incluyó la donación de algunas de sus pertenencias al Museo de la Música.
“A mí me gusta, compay”: Museo de la Música recibe pertenencias de Eduardo Sosa
Thalía Fuentes Puebla
La Jiribilla
El Museo Nacional de la Música vibraba distinto este jueves. Abrió sus puertas y acogió los objetos con solemnidad. Una guayabera, medallas, una credencial de diputado y un disco, piezas que ahora custodia la institución como reliquias de un hombre que hizo de la cubanía su bandera. Eduardo Sosa, el trovador de Tumba Siete, el que bajó de los montes orientales con una guitarra y la voz clara de los guateques, sigue aquí, entre notas y memorias.
El acto de entrega, sencillo y emotivo, reunió a familiares, amigos y colegas en vísperas de lo que habría sido su 53 cumpleaños. Sus hijos, Rafael y Claudia Elena Sosa Gordillo, junto a su hermano Cándido José Sosa Oliveros, entregaron al museo fragmentos de una vida dedicada a la música y a Cuba. Sonia Pérez Cassola, directora de la institución, recibió con gratitud cada pieza, mientras Osmani Ibarra, subdirector técnico, compartió anécdotas que dibujaron sonrisas y susurros de nostalgia.
“Eduardo Sosa, el trovador de Tumba Siete, el que bajó de los montes orientales con una guitarra y la voz clara de los guateques, sigue aquí, entre notas y memorias”.
La guayabera, esa prenda que vistió sus momentos más significativos, ahora descansa junto a las de Silvio Rodríguez y Sindo Garay, en un diálogo silencioso entre generaciones de trovadores. Las medallas —la Alejo Carpentier, la Raúl Gómez García— hablan de reconocimientos que nunca buscó, pero que llegaron como eco de su arte auténtico. La credencial de diputado recuerda al hombre comprometido, al que llevó la voz de la cultura hasta la Asamblea Nacional del Poder Popular. Y el disco Cabalgando con Fidel, testimonio sonoro de su lealtad y fidelidad, letras que reposan en el imaginario colectivo de toda Cuba.
La música, como siempre, fue el mejor homenaje. Annie Garcés interpretó “La Bayamesa”, aquella canción de Céspedes, Castillo y Fornaris que Sosa hizo suya, reinventándola sin perder su esencia. Luego, las cuerdas de Eduardo Corcho acompañaron el ritmo contagioso de “A mí me gusta, compay”, tema que resume su filosofía: sencillez, humor y amor por lo propio.
Nacido en Tumba Siete, un rincón de Mayarí, Eduardo Sosa llevaba en la sangre el sonido de la tierra. Desde los 12 años, el movimiento de artistas aficionados lo acogió, y más tarde, en el Instituto Superior Pedagógico Frank País García, pulió su talento. Con el dúo Postrova sorprendió a la crítica, pero fue en solitario donde su voz encontró su verdadero camino. Canciones como “Mañanitas de montaña”, “Retoño del monte” y, por supuesto, “A mí me gusta, compay”, se convirtieron en himnos cotidianos.
El Museo Nacional de la Música abrió sus puertas y acogió con solemnidad los objetos del trovador. Fotos: Tomadas del MNM
Magda Resik lo definió con precisión: “Si ha habido en la contemporaneidad un cultor de las tradiciones musicales patrias, ahí está como el primero Sosa. Y si ha existido en nuestros días un trovador de pura cepa, bien pegadito a la guitarra y al cancionero mayor que nos identifica, él germina como referente inexcusable”.
Guille Vilar, en un artículo en Cubadebate, recordó su carácter franco y sin pretensiones: “Eras justamente lo que decías en la canción: un cubano abierto y sencillo, sin mayores pretensiones, pero que no intentaran alejarte de los tuyos porque era como quitarte el oxígeno”.
El acto de entrega reunió a familiares, amigos y colegas en vísperas de lo que habría sido su 53 cumpleaños.
Eduardo Sosa no solo cantaba a Cuba: la encarnaba. Su tono claro, ese deje oriental que arrastraba las esencias del café y la montaña, era un mapa sonoro de sus raíces. Estudió pedagogía musical, pero fue la vida —los escenarios, las peñas, el roce con el público— la que lo graduó de maestro. “Él no interpretaba canciones; les daba vida propia, como si cada tema fuera un hijo del camino”, dijo una vez Pancho Amat, quien compartió con él proyectos y escenarios.
“Eduardo Sosa no se fue, se multiplicó en cada nota que dejó”.
Sosa no creía en los finales. “La música es un río: siempre llega a algún lado”, solía decir. Hoy, ese río sigue corriendo. Su legado se guarda entre vitrinas, pero su música sigue viva en las calles, en las guitarras de los jóvenes que lo admiran, en el eco de sus versos musicalizados de Martí. Eduardo Sosa no se fue, se multiplicó en cada nota que dejó. Su música, como él quería, sigue siendo “cosa de todos”. Desde el lomerío oriental hasta el Museo, sigue aquí: en la guayabera que viste el silencio, en las cuerdas de una guitarra que alguien afina, en el coro de un público que, tarde o temprano, vuelve a cantar: “A mí me gusta, compay…”.