Andrés Marí - Cubainformación / Fundació Vivint.- Un libro hermoso es el “Soliloquio del leopardo y otros cantos”, de los cubano-estadounidenses Emilio Fernández de la Vega y José Bedia, editado en el 2016 por la mexicana Universidad de Nuevo León, y que se me presenta como un conjunto interrelacionado de poemas e ilustraciones entre los dos creadores donde el escritor, a pesar de decirnos que son ‘viejos poemas no nacidos’, puso sus líneas para que el pintor, a pesar de no conocerlos, pusiera sus palabras. Y por este magno descubrimiento que ya dormía en ellos, se iluminó esta obra a dos.
Como cualquiera otra belleza en la literatura y el arte, en esta habitan todas las conjeturas, y para mí, quizás en un antojo del dócil aficionado a leer y mirar el asombro que me conmueve con este libro, siento las huellas de Rainer Maria Rilke y Paul Klee allanando una floresta que airea a la poesía y a la pintura de mis dos autores con la sencillez y gracia de las culturas primigenias. ¿Acaso los ritmos de la tonalidad de la lengua alemana y las líneas que vertebra uno de los pintores principales en esa habla pueden notarse en estos versos e imágenes?
Igualmente podría señalar las coordenadas del poeta del castillo en la versificación que se manifiesta en algunas obras de autores cubanos y estadounidenses, como es el caso de Reina María Rodríguez y Alex Fleites en la isla y de Langston Hughes y William Carlos Williams en el continente. Y lo mismo con el pintor de Praga para la abstracción figurativa de Pedro Pablo Oliva y Moisés Finalé en Cuba y de Peter Peri y Tomori Dodge en Estados Unidos, y de las que, en segunda instancia, imagino también bebieron Emilio y José. Y voy de dos en dos porque dos son mis leopardos hermosos, pero igual podría irse de 20 en 20, dadas las rápidas corrientes de conocimientos e influencias que reinan en el medio ambiente. Todo es posible, pero hay más en los versos y en los trazos de nuestros suculentos artistas.
La firmeza del verso incluye las rupturas de su significado y conforma, mediante la alteración de la emotividad y el raciocinio literal de las palabras elegidas, la unidad de la estrofa y el sentido de todo el poema con sus significantes bien amaestrados. Y en el dibujo puede observarse lo que hace la danza contemporánea a partir de retorcer los movimientos de los bailarines y devolverlos a su origen natural, simple y parabólico. Por ello los trazos del pintor adoptan la geometría de las líneas que se hacen curvas. onduladas y se rasgan sin esfuerzo para construir un cuerpo, un arbusto, una casa, una patria, en todo el espacio en blanco donde los aloja. Poeta y pintor se acompañan en un viaje que necesariamente se parte en algún insólito rincón de sus obras y siguen su feliz existencia por separado.
Recuerdo a Rilke en sus ‘Elegías de Duino’ y recuerdo a Klee en su ‘Casa giratoria’. Tanto en el castillo que el primero consagró como en el museo de Berna que le consagraron al segundo, los soliloquios de los dos estupendos leopardos -del libro que me ocupa-, acechan y se rompen para concebir la esperanza, paródica e ingeniosa, de un buen regreso a la patria. Porque, ¿acaso, en la temporalidad de la belleza, la poesía y la pintura no viajan a todas las lenguas y a todos los vacíos en busca de eternidad?
Por ese abismo de calidez humana donde vibran los dos artistas, también transitan muchos, y entre estos, Fernando Pessoa y sus heterónimos junto a Jean-Michel Basquiat pasan con toda la desnuda fuerza de un escándalo social. De la misma manera resalto la larga tradición de unión en todas las artes entre los cubanos. Era la década de los 80 y para mí se reveló el encanto de la Revolución que vivíamos en la isla. No puedo olvidar el espectáculo “Este himno, la vida”, inspirado en un cuaderno del poeta Waldo González y elegido para un montaje que concebí y dirigí en el Teatro Nacional de Cuba con poetas, pintores, músicos, danzantes y actores. Allí sucedió un milagro: el duelo de dos solos de batería dando entrada a la soprano Alina Sánchez que tarareaba un trozo de las Bachianas Brasileiras de Heitor Villa-Lobos y que ya tocaban un grupo de violinistas mientras una pantalla reflejaba el universo onírico del pintor Ever Fonseca al tiempo que varios actores interpretaban, desde el lunetario y otros sitios del edificio teatral, versos de numerosos jóvenes poetas cubanos y la bailarina y coreógrafa Marianela Boan, desde el escenario, ejercía el don de todas las Artes con sus suaves, circulares y raudos desplazamientos.
En la obra de Fernández de la Vega y Bedia -a diferencia de aquel alegre espectáculo orgiástico y orgásmico-, desde el principio del libro con la cita de Emil Cioran, “No existe posibilidad alguna de salvación fuera del ser puro, tan puro como el vacío”, y con el primer poema, “1948”, junto a las obras interpretativas, realmente de creación muy individual del pintor con lo que oprime al poeta, vemos al hombre hundiéndose en la isla -en la cita-, con el hombre regresando a la casa de donde salen las aguas de sus viajes -como inicio del libro y sin texto-, y la cama de la madre pariendo al premonitorio viajero que ya sueña burbujas con alas de pájaro en calma detrás suyo -con el poema inicial-, se desencadena una sexualidad que recorrerá toda la obra cargando la nostalgia, el dolor y hasta la impetuosidad salvaje del deseo sin culpa que vibrarán siempre en el discurso poético, en el trazo pictórico y se sintetizarán con este verso: “Mamá enarca una ceja y respira suavemente sobre la cama”. Así, entre sucesiones y desprendimientos de límpidas metáforas que a veces solo son unos versos, pasan las “98 mujeres y una revolución” con las que el poeta “se acostó” y va hablando “Ahora sí la quiero./ Porque logré saborear su alma”, -en “Ahora sí la quiero”, pag 19-, porque el trashumante lo siente en “Y regreso, desando el camino/ hacia ella como potro excitado/ en pos de su amor imposible” -en “Amor no correspondido por la patria”, pag. 23-, y se explica por “Debí confesarte que soy un sonámbulo,/ que sueño a toda hora y en cualquier/ lugar y que nunca he logrado despertar”, -en “Debí advertirte”, pag. 35-, porque ya sabía que sería “un desertor del paraíso” -en “De vuelta”, pag. 45-, y ha de sentir “El amor sudando sobre el mural de los días” -idem, pag. 47-, para saber que combatiéndose toda falsedad ante Él, es el “Único modo de combatirlo:/ combatiéndonos”, -en “Él es nosotros”, pag. 49-, y llegando al vacío a pesar de la incertidumbre que le da su belleza, ahora se confiesa con “Te amaba sin amarte en un allegro con brío/ el duro arco bajaba, subía, escalaba/ al débil agudo de la saliva donde/ una lluvia inclemente azotaba los tejados”, -en “Entre tanto”, pag. 61-, para llegar a intentar explicarse porque “En general, si tuviera que explicarlo,/ no estoy seguro de hacerme entender,/ pues más que saberlo lo siento”, -en “Lo que sé” -pag. 83-, y a punto de terminar y casi sin pensarlo, suelta toda su fragilidad solitaria “y le clavo mi puñal de viento” -en “Los mediocres”, pag. 85-, donde curiosamente el pintor parece agotarse con las palabras y las calca en el dibujo. ¡Es que aún faltan tantas veleidades del poeta con el sexo y otros encantos fraternales! En fin, les dejo todo el poema “Pobre Europa” -pag. 103-, donde nuestro falso desertor observa el más falso de los paraísos, y también todo el poema “Historia del amor infortunado” -pag. 159-, donde nuestro leopardo en crisis con todas sus luchas sabe que “solo a una regresaría hoy” mismo. Porque no hay nada en este libro donde el magma de la sexualidad no se manifieste, y es ahí donde reside para sus autores el ave de la bienaventuranza.
Si Emilio y José, para alcanzar su presa, escribieron e ilustraron partes de un propósito interior e identificativo, antes hubieron de sumergirse en el silencio que regresa al útero materno, a la casa y al amor más sublime que los hizo más arrogantes y perversos por crear siempre para los dioses que los atan a ellos antes que ellos los arrastren.
* Andrés Marí es escritor, profesor y actor cubano residente en Catalunya.