Jesús Arboleya - Progreso Semanal.- El pasado 21 de abril tuvo lugar en Washington D.C., una nueva ronda de conversaciones para revisar la marcha de los acuerdos migratorios existentes entre Cuba y Estados Unidos. Prácticamente paralizados por voluntad norteamericana desde 2018, la buena noticia fue la reunión misma, toda vez que hacía cuatro años no se producían encuentros de alto nivel entre los dos gobiernos.


Emily Mendrala, subsecretaria de Estado Adjunta de Estados Unidos, quien presidió la delegación de ese país, calificó las conversaciones como una “aproximación constructiva” y Carlos Fernández de Cossío, viceministro cubano y su contraparte en el encuentro, resaltó el compromiso expresado por los norteamericanos en cumplir con los acuerdos. Sin embargo, al menos a partir de lo divulgado, no se aprecian nuevas iniciativas ni cambios significativos en las posiciones de ambos gobiernos, lo que abre grandes interrogantes respecto a los propósitos de la convocatoria y sus resultados concretos.

La mayoría de los analistas señalaron el interés de Estados Unidos por frenar el incremento de los migrantes irregulares cubanos, como el principal objetivo norteamericano en la reunión. Efectivamente, tanto la propia Mendrala como Alejandro Mayorkas, secretario de seguridad nacional, expresaron el deseo de explorar la posibilidad de reanudar el funcionamiento de los acuerdos, la única manera viable de enfrentar este problema. 

Sin embargo, nada hizo Estados Unidos para acelerar el cumplimiento de las 20 000 visas anuales, establecido en los mencionados acuerdos, sino que ratificó el procesamiento limitado de solicitudes a partir de mayo en La Habana, cosa que ya había dicho con anterioridad, el mantenimiento de Guyana como centro para el otorgamiento de visas de inmigrantes y la necesidad de que los cubanos viajen a terceros países para solicitar visas temporales. En definitiva, las medidas que han impedido el cumplimiento de los acuerdos y originado la avalancha de migrantes cubanos hacia las fronteras de Estados Unidos.   

La pregunta entonces es, qué es lo que lo impide que se cumpla la voluntad expresada por los funcionarios estadounidenses de poner a funcionar los acuerdos, toda vez que evidentemente Cuba no es el obstáculo. Desde el año 1995, los acuerdos migratorios habían sobrevivido enormes tensiones, porque establecer una migración legal, ordena y segura satisface necesidades de seguridad de ambos países. Es cierto que Estados Unidos nunca renunció a estimular la migración irregular cubana, pero los acuerdos favorecían un entorno manejable para los servicios de seguridad norteamericanos y evitaban las posibles crisis políticas generadas por flujos migratorios incontrolados.

Con la excusa de los supuestos ataques sónicos a funcionarios norteamericanos en La Habana, a esta estabilidad renunció el gobierno de Donald Trump, con tal de asegurarse el respaldo de la derecha cubanoamericana y aumentar las presiones internas en Cuba. Con seguridad, otro de los elementos que se tuvo en cuenta, provino del cálculo perverso de que otras medidas anti inmigratorias frenarían también a los cubanos en la frontera y trasladaría el problema a otros países. Por último, la pandemia fue un freno temporal para las presiones migratorias o la excusa perfecta para enfrentarlas de la manera más inhumana.

Esta lógica funciona para los republicanos fundamentalistas, como los seguidores de Donald Trump, pero tiene poco sentido que, después del éxito interno e internacional que tuvo la política de Obama hacia Cuba, el gobierno de Joe Biden haya adoptado la opción que solo beneficia a sus enemigos, particularmente en el tema migratorio, con lo que agrega tensiones innecesarias a un fenómeno sensible para su electorado, que no puede resolver con los métodos xenófobos de su predecesor. Es una trampa en la que cayó desde el principio su gobierno y ahora no sabe cómo salir de ella.

Los nombramientos de personas como Mayorkas y Mendrala, entre otros, antes comprometidos con la política de mejoramiento de las relaciones con Cuba, despertó la expectativa de que ésta retornaría rápidamente a los cauces establecidos por un gobierno demócrata del cual Biden había sido vicepresidente y que constituyó una de las promesas de su campaña. Pero otro circuito del aparato gubernamental, concentrado en la propia Casa Blanca y algunos puestos del Departamento de Estado, lograron imponer otras consideraciones. 

La primera, no comprometer la frágil mayoría demócrata en el senado, ni buscarse más enemigos. Dentro de esta lógica resalta el papel senador demócrata cubanoamericano Bob Menéndez, viejo enemigo de Cuba, que además ocupa la presidencia de la comisión de relaciones exteriores. Entre otras cosas, esta comisión es determinante para la aprobación de los nombramientos del gobierno en el área de la política exterior. Bajo la dirección de Menéndez, y con la ayuda de los republicanos, muchos funcionarios propuestos por Biden se vieron acosados respecto a sus posiciones hacia Cuba y ello ha condicionado su actuación posterior respecto al tema.

La segunda, el mito de que un cambio de política hacia Cuba afectaría las posibilidades de los demócratas entre los votantes cubanoamericanos. Está demostrado que el voto cubanoamericano no está determinado por el tema cubano, pero si se quiere buscar un precedente, vale significar que los candidatos presidenciales demócratas más votados por los cubanoamericanos han sido Jimmy Carter y Barack Obama, sobre todo este último, el que más avanzó en la política hacia Cuba, en un momento de auge de los republicanos en el sur de la Florida. Como resultado de las estrategias del gobierno de Biden, el terreno ha quedado prácticamente libre para la extrema derecha cubanoamericana republicana en ese estado y de seguro arrasarán en las próximas elecciones, a pesar de que destacan por su decadencia, lo cual es mucho decir en Miami.

Por último, cedieron al chantaje republicano respecto a la situación interna de Cuba. No más terminadas las elecciones de 2020, con financiamiento y directivas del gobierno norteamericano, se movilizó la extrema derecha en función de crear conflictos en Cuba, que impidieran un cambio de la política hacia el país. Los efectos desgastantes del recrudecimiento del bloqueo, las tensiones generadas por errores en la conducción económica del país y, finalmente, el impacto brutal de la pandemia, crearon las condiciones para que esta ofensiva se potenciara, mezclada con expresiones endógenas de descontento social, que afectaron el escenario político doméstico. El control de la matriz mediática, mediante los principales órganos de prensa, las redes digitales y la propia propaganda del gobierno norteamericano, se ocupó de magnificar los problemas y afectar la imagen de Cuba a escala internacional.  

Al parecer, hasta algunos de los funcionarios de Biden se creyeron la narrativa del pronto derrocamiento del gobierno cubano y se plantearon colaborar con entusiasmo para acreditárselo. El resultado ha sido que la política hacia Cuba está sumida en la puja entre los sectores gubernamentales que propician retomar los avances del gobierno de Obama, en buena medida hasta ahora aislados y sumisos a las presiones de la derecha, y aquellos que, ya sea por convicción o por defecto, han adoptado la política trumpista, lo que se aprecia en las circunstancias que rodean la reciente ronda migratoria. 

Dos días antes de la reunión, el Departamento de Estado emitió una sorpresiva circular, donde reafirma la desacreditada versión de los ataques sónicos y anuncia la continuidad de investigaciones que no han conducido a ningún puerto.  También alerta sobre los peligros de viajar a Cuba, debido a “los altos niveles de contagio a la Covid-19 que existen en el país”, no importa que sea uno de los más bajos del continente americano, incluyendo a los propios Estados Unidos.

Ante señales tan diversas y contradictorias, nadie puede predecir el camino que seguirá la política norteamericana hacia Cuba. Asumamos entonces que la reciente ronda de negociaciones fue un “signo positivo”, como lo definió el canciller cubano Bruno Rodríguez, en el maltrecho estado de las relaciones entre los dos países y que habrá otros encuentros, al menos por aquello de que “hablando la gente se entiende”.

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