Jesús Arboleya - Progreso Semanal.- Pudiera afirmarse que Estados Unidos es el producto supremo del capitalismo. Al analizarlo, es posible encontrar las grandes fortalezas del sistema y también sus debilidades, muchas veces escondidas en sus éxitos porque vienen dadas por su propia naturaleza. Vale entonces seguir la ruta de vida de este país singular para entender las grietas de su hegemonía, como la que ahora se observa con la fallida convocatoria a la IX Cumbre de las Américas.


La Revolución de las Trece Colonias fue el primer movimiento anticolonialista victorioso de la historia. Sin embargo, este legado nunca ha sido particularmente resaltado por los ideólogos norteamericanos. Tal parece que no era la razón por la cual los “padres fundadores” querían pasar a la historia, sino por la creación de un “imperio para la libertad”, al decir de Thomas Jefferson, uno de los más distinguidos.

Pudiendo haber sido modelo y sostén emancipador, ningún otro movimiento anticolonialista recibió el apoyo norteamericano. De hecho, sus líderes nunca se cuestionaron el orden colonial, sino que pretendieron aprovecharse de él. Las primeras expresiones del “imperio para la libertad” fueron reforzar la esclavitud, llevar a cabo el genocidio de los pobladores indígenas y ocupar la mitad del territorio mexicano, uno de los vecinos recién liberados del imperio español. La Revolución Francesa llegó para robarle la paternidad de la filosofía de la modernidad, de todas formas, sus consignas nunca fueron “libertad, igualdad y fraternidad”.

Para terminar con la esclavitud fue necesaria una cruenta guerra civil. Los sectores más progresistas celebraron el fin de una de las mayores aberraciones del sistema, pero el propio Lincoln dejó claro que había sido un subproducto de la guerra, no su objetivo fundamental. Resuelto el problema de la escisión y satisfechos los intereses del Norte financiero, comercial e industrial, la segregación y la violencia contra los sectores marginados volvió a ser institucional y despiadada, con efectos disruptivos, que aún arrastra la sociedad norteamericana, incapaz de superar niveles de marginalidad y desigualdad, injustificados en el país más rico del mundo.

Estados Unidos se presentó como poder mundial al declarar la guerra a España en 1898. Ello frustró los mejores proyectos independentistas cubanos e inauguró la etapa imperialista del capitalismo moderno, al decir de Vladimir Lenin. En Cuba se inventó el neocolonialismo, dando por ciertas las previsiones de José Martí, y el nuevo modelo de dominación se extendió por América Latina y el resto del mundo.      

No fue el país que ganó la segunda guerra mundial, como Hollywood ha querido hacernos creer. Sin embargo, tuvo la oportunidad de liderar el nuevo orden mundial de la posguerra. Ese fue el sueño de Franklyn Delano Roosevelt, uno de los presidentes más visionarios e inteligentes de la historia del país.

Roosevelt creía en las virtudes del capitalismo y confiaba en la capacidad de Estados Unidos para imponer sus ventajas competitivas en el mercado mundial, por ello concibió un mundo de paz y colaboración que consideraba más conveniente para el buen desenvolvimiento del capital y el comercio norteamericano. En ese esquema de competencia pacífica, la URSS era concebida como un mercado más, particularmente atractivo por sus enormes necesidades de consumo y su potencial productivo.

Con su muerte, ocurrida en un momento cercano al fin de la guerra, asumió el poder Harry Truman, la antítesis filosófica de Roosevelt. Tan corto de miras y escrúpulos que, para asegurar el predominio norteamericano en el nuevo orden internacional, lanzó un par de bombas atómicas sobre la población civil de dos ciudades japonesas. Basada en el crimen y la mediocridad doctrinaria se instauró la hegemonía de Estados Unidos en el mundo capitalista. En vez de adoptar las ideas de Roosevelt, el gobierno estadounidense creyó en las tesis del imperio inglés en decadencia.

Cuando Winston Churchill, en calidad de ciudadano privado, llegó a Estados Unidos para promover sus ideas sobre la “Cortilla de Hierro”, que dieron origen a la guerra fría, no hacía otra cosa que dar continuidad a los temores que, tanto enemigos como aliados, habían despertado en el Imperio Británico durante la guerra. La maniobra del viejo zorro no salvó al imperio, pero su prédica fue la excusa para el desarrollo desmedido de la industria armamentista norteamericana y el desencadenante de la llamada ofensiva macarthista, uno de los momentos más vergonzosos de la democracia estadounidense.

Dwight Eisenhower ha sido el único presidente de Estados Unidos que se atrevió a denunciar al “complejo militar-industrial”, consolidado durante su gobierno. Lo escribió en una carta de despedida, para dedicarse a jugar al golf el resto de su vida. Pero fue premonitorio en cuanto a las terribles consecuencias que ello podía acarrear para el sistema político de su país.

La producción de armas había sido el motor de la economía norteamericana durante la guerra y un factor decisivo para salir de la crisis económica en que se encontraba desde 1929. La guerra fría vino a resolver la difícil disyuntiva que se planteó la economía al finalizar el conflicto, pero embarcó la política doméstica e internacional en la búsqueda del enemigo perpetuo.

Por ese camino se llegó a la guerra de Vietnam, entre otras aventuras intervencionistas, incluido la cubana, que puso al mundo al borde de la destrucción atómica. Parecía que el enorme rechazo generado por la guerra, el auge del movimiento por los derechos civiles y una crisis institucional, que involucró a cuatro presidentes del país, serviría como llamada de atención sobre los desafueros del sistema. El gobierno de Jimmy Carter fue un tímido intento en este sentido, pero al final se impusieron los intereses que han configurado las características del modelo y llegó Donald Reagan para enmendar las “debilidades” de los demócratas.

Viejos y nuevos conservadores se plantearon disputar a los liberales el dominio del debate doméstico, superar el “síndrome de Vietnam” e impulsar la carrera armamentista a niveles considerados como una de las causas que originó el desmoronamiento de la URSS. La ofensiva neoconservadora influyó de manera decisiva en los destinos del país por el resto del siglo XX y alcanzó su clímax a principios del XXI, con la “guerra contra el terrorismo”, bajo la presidencia de George W. Bush. Un tipo que confesaba haber leído solo un libro en su vida, la Santa Biblia.

Según Naomi Klein, el “capitalismo del desastre” devino la práctica idónea para algunas empresas vinculadas a los gobernantes republicanos y sus intereses marcaron los destinos de la política exterior de ese país. Aunque las guerras de Afganistán e Iraq hundieron la credibilidad de Estados Unidos, fueron un gran negocio para estas empresas, las cuales proveyeron el mercenarismo, los servicios a las tropas, la reconstrucción de lo destruido o la explotación de lo adquirido y todo gracias a la intervención militar.

El triunfo de Barack Obama, en medio de una profunda crisis económica, despertó las esperanzas de todo el mundo. Hacia lo interno, se alcanzaba el imposible de un afrodescendiente en la Casa Blanca con una agenda que planteaba la superación de algunos problemas endémicos del país. En el exterior, fue un regreso al multilateralismo, abandonado por los republicanos, y la sensación de que sería un freno al intervencionismo de Estados Unidos. No fue tanto de lo uno ni de lo otro, pero significó un respiro comparado con el fundamentalismo imperialista de los neoconservadores.

Después de ocho años de gobierno demócrata y cuando se esperaba cierta continuidad, vino el caos. Donald Trump, el candidato que no quería el establishment de ningún partido, ganó las elecciones de 2016. Fue una salida por la derecha al descontento acumulado por grandes sectores de la población, lo que Trump estimuló con un mensaje demagógico a favor del chovinismo, la xenofobia y el racismo. En unas elecciones dignas de cualquier “Estado fallido”, que terminó con el asalto al Capitolio por los fanáticos trumpistas, resultó electo Joe Biden. De nuevo, dentro y fuera de las fronteras estadounidenses, el mundo respira en espera de una eficacia y racionalidad que, hasta ahora, no ha sido demostrada.

Los vaivenes de la política norteamericana pueden ser muchos y contradictorios. Por eso interesa tanto a los grupos de poder que sus candidatos alcancen la presidencia. Cada día se invierte más dinero en las elecciones o en influir en los gobiernos de turno mediante sistemas de gratificación que pueden ser ilegales en muchos países, pero que en Estados Unidos son considerados un ejercicio democrático. Esto explica que, sin importar sus diferencias, ningún presidente, desde la segunda guerra mundial, haya disminuido el presupuesto militar del país. Incluso Bill Clinton, para quien hacerlo fue una propuesta de su campaña, disminuyéndolo en determinado momento, terminó incrementándolo de manera significativa al final de su mandato.        

La economía norteamericana no depende solo de los gastos militares, es la primera del mundo en muchos renglones y domina el mercado financiero internacional, pero el complejo militar-industrial consume buena parte del presupuesto nacional, dígase el dinero de los contribuyentes, lo que complica la deuda pública y limita las inversiones en renglones básicos para el desarrollo, como la infraestructura, la educación y la salud pública. Ello ha limitado la competitividad de sus empresas y el papel de Estados Unidos en la economía neoliberal globalizada, la cual promovió cuando se creía capaz de controlarla una vez desaparecida la URSS y el sistema socialista europeo. 

Como preveía Roosevelt, el país que detenta la hegemonía es el más interesado en la estabilidad del mundo que pretende gobernar. El problema con el peso de la producción de armamentos en la estructura económica norteamericana, es que su mercado natural es la guerra o el temor a ella, por lo que no es sostenible sin el culto a la violencia y la sensación de inseguridad. Ello genera un clima ideológico tóxico que infesta la política doméstica e internacional de Estados Unidos y es fuente de constante inestabilidad.

Aunque en su larga vida nunca enfrentó los peligros de una guerra, el actor John Wayne es considerado un héroe norteamericano. Se lo debe a su imagen de gigante violento de pistola lista para ser disparada, con la que el sistema se siente representado. Este es el espejo de la decadencia estadounidense, a pesar de contar con recursos culturales y mediáticos capaces de influir en todo el mundo, muestra una política que basada en la fuerza no es generadora de hegemonía.

El mensaje: las armas pueden acabar con el mundo, pero no gobernarlo.

 

 

 

 

 

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