Flor de Paz - Cubaperiodistas / Cuba en Resumen / Cubainformación.- A los 72 años Rolando Pérez Betancourt casi se muere. Pero logró sobrevivir a una infección nosocomial contraída en una sencilla intervención quirúrgica. Tres años después llega a los 75 y, como hace tiempo, cada viernes en la noche se nos asoma en la pantalla a través de su programa televisivo La séptima puerta, esa que abre al mundo de un cine sustentado en valores ideoestéticos.


Nació en La Habana, el 25 de septiembre de 1945, cuando apenas había finalizado la Segunda Guerra Mundial. Recuerda haber escuchado hablar de la guerra y también cómo en Cuba se sentían sus estragos: las carencias materiales, la falta de alimentos… Su abuela y su madre se lo contaban.

Es hijo de una familia muy humilde, de un padre sin trabajo y de una madre ama de casa: “viví una pobreza extrema”. Al terminar el octavo grado empezó a trabajar como aprendiz de caja en el periódico Hoy (órgano oficial del Partido Socialista Popular). Allí se hizo tipógrafo.

Fueron los viejos comunistas de aquel rotativo —que vieron a Rolando desarrollarse en los talleres de Hoy—, quienes lo llevaron al Diario de la Marina, donde se hizo diseñador empírico, a partir de lo que había aprendido en las cajas. Luego, cuando tenía 16 años, cuando Hoy y Granma se unieron, el joven formó parte de los fundadores de la publicación.

—La primera página la hizo Fidel en 1965. Y a partir de ese momento empiezo a hacer las primeras páginas del periódico Granma como diseñador, aunque también escribía.

Fue cronista deportivo, porque practicó deportes. Sin ser periodista todavía —desde que trabajaba en las cajas—, subía a la redacción de madrugada, cuando la gente se iba, y practicaba en la máquina de escribir. En 1962, o principios de 1963, hizo sus primeros textos. Y un día se decidió a tocar a la puerta de Blas Roca Calderío, y le dijo:

—Blas, yo quiero ser periodista

—¿Qué nivel de escolaridad tienes?, le respondió.

—Octavo grado

—Con octavo grado puedes hacer ciertas cosas, zanjó.

Escribió en esa época algunos trabajos sobre deporte. Blas lo ayudó mucho, también Gabriel Molina, que era jefe de información del periódico, y algunos compañeros más.

Más tarde, ya como periodista, hizo coberturas nacionales. Iba a las provincias y descubría todo lo que estaba haciendo la Revolución allí: los muchachos que ya tenían escuelas, el desarrollo de la salud pública…

—Escribí muchas crónicas; fui un cronista por excelencia en aquella época. Ganaba muchos premios de crónica y reportaje. Me fui formando en el periodismo literario y en lo que realmente me interesaba, ahondar en lo humano de quienes participaban en la Revolución. Aprendí, como todo periodista, a hacer periodismo noticioso, que es elemental, pero no daba la vida por una buena noticia. Canté muchas loas a la Revolución.

Cuenta que luego quiso escribir sobre ciertas contradicciones que empezó a percibir, aunque le resultó muy difícil. “No es fácil hacer un tipo de periodismo a noventa millas del imperialismo, tenemos que desarrollar un periodismo que nos cuide de ellos, pero que al mismo tiempo sea lo suficientemente crítico para ayudarnos en la formación de nuestros valores”.

—Siempre he dicho que la Revolución es verdad y que el periodismo revolucionario es la verdad, y hay que trabajar con esa verdad siempre en función de esclarecer y de que la gente participe.

Pero entonces no pudo hacer el periodismo que quería y se decidió por el cultural, por la crítica de cine. “Hace más de cuarenta años hago la sección Crónica del espectador. No existe en Cuba una sección de cine tan vieja como esa”.

En el periódico Granma, fue jefe de la página cultural y jefe de redacción por veinticinco años, hasta que se cansó y se dedicó a escribir.

La crítica de cine, un nuevo capítulo

Haberse dedicado a la crítica de cine ha sido para Rolando una especie de sueño realizado: de muchacho había sido un gran cinéfilo. Por otra parte, su determinación a dedicarse al análisis de ese arte desde el periodismo coincidió con otra circunstancia: Granma necesitó tener un crítico de cine que respondiera a los intereses del periódico.

—Porque criticar una película cubana en Cuba en aquella época no era nada fácil, como no lo era criticar la política de exhibición que tenía el ICAIC. Fue en ese ambiente que empecé como crítico de cine, y desde entonces hasta ahora he sido crítico de Granma, durante más de cuarenta años.

¿Qué le ha aportado su formación profesional a su labor como gestor de espacios como la Tanda del Domingo, Cine Vivo y La Séptima Puerta?

—En medio de esa tensión que hubo entre el cine cubano y algunos críticos estuvo Mario Rodríguez Alemán, que fue mi profesor en la Universidad. Yo era de los pocos críticos de cine que, como se dice popularmente, cortaba el bacalao con Mario, al punto de que cuando él falleció en los años ochenta, me dejó su archivo.

Rolando también heredó de Rodríguez Alemán la Tanda del Domingo y Cine Vivo, que antes compartía con él. Con Mario, él había aprendido sobre la libertad de opinión, aunque el joven ya tenía sus convicciones en este sentido, “que es lo más importante que atesorar tener un crítico”.

—Es decir, te mueres con tu verdad. Escuchas a quienes quieran exponerte sus razones en torno a lo que estás criticando, pero defiendes tu verdad.

Rolando piensa que la crítica de cine en la televisión se hace en la prensa escrita, porque se tiene más espacio para razonar. En la televisión —argumenta— dices algunas cosas relacionadas con una película, los diversos puntos de vista que tienes sobre ella para tratar de llegar al ingeniero, al lechero, al carpintero, y cuando vienes a ver se te acabó el tiempo.

—Pero la televisión te da a conocer. Dices tres boberías y la gente piensa que estás diciendo grandes cosas. Después cuesta más trabajo que te lean en el periódico, pero una vez que eres capaz de crear una empatía con el espectador, entonces sí pueden seguirte en el medio impreso. Esta ha sido una combinación que he utilizado en Crónica del Espectador y en La Séptima Puerta; y antes en Cine Vivo y La Tanda. Así unos me leen y otros me ven.

—La Séptima Puerta, ¿es una continuidad o una fase diferente en su trabajo?

—A mí la televisión realmente nunca me gustó. Yo no soy un hombre de la televisión, no es mi medio. Prefiero sentarme delante de un teclado, que es donde me gusta pensar. Me vinieron a buscar del ICRT. Puse una condición que nunca ha sido cumplida: que el programa no saliera después de las diez de la noche, uno de los grandes problemas que tiene hoy día.

—La gente ve mi comentario, ve una parte de película, pero no ve el filme. Luego me llaman por teléfono para preguntarme en qué se acabó la película. Pero la televisión me ha posibilitado ser un alfabetizador del gusto.

—El gusto se alfabetiza porque yo soy un alfabetizado del gusto y mis dos hijos mayores también: una es periodista y el otro es pintor. Son unos alfabetizados del gusto. Empezaron viendo cine, el que ven todos los muchachos. Y poco a poco hubo una superación desde el punto de vista intelectual.

—Eso es lo que trato de defender en La Séptima Puerta, un programa para cierto público, con cierto nivel; un programa de películas artísticas, históricas, políticas, que requiere participación activa del espectador, de un espectador macho.

— Más allá del machismo, Julio Cortázar hablaba de espectador hembra y espectador macho. Es decir, se supone que el espectador hembra era el pasivo, de acuerdo con los viejos cánones, y que el masculino era el activo. Bueno, lo que pretendo es un tipo de espectador que participe constantemente.

—Y he tenido la satisfacción de conocer a mucha gente que me ha dicho: “compadre, he empezado viendo el programa con cierta reserva y me he dado cuenta de que es otro tipo de cine el que usted propone, otro tipo de pensamiento, otro tipo de valoración del arte, de la cultura”. Mucha gente me lo dice. Esa es una gran satisfacción.

Pérez Betancourt no ignora que siempre están los otros, los que dicen que lo que él pone son clavos, pero “esa es la lucha”. Confiesa que algunos compañeros del Ministerio de Cultura lo han respaldado durante muchos años.

Como escritor, ¿qué le ha aportado el oficio de periodista?

—Decía Hemingway que el periodismo es importante en el momento en que lo dejas. Es difícil llevar, la tarea de escritor y periodista a la vez. Y dímelo a mí, que estoy terminando dos novelas hace dos años. Y no las termino porque entre los compromisos de la televisión, del periódico, más mi enfermedad reciente, no me ha sido posible.

—Pero sí, el periodismo ayuda mucho, a conocer a las personas, a profundizar en ellas y, sobre todo, te libera de una cierta carga de hojarasca, de cacarruchanga, como se dice en el medio de nosotros; te afila el estilo, te da una visión del mundo, te aporta cultura, que es importante, y eso está muy presente en los libros que yo he escrito. El periodismo ha sido vital en ese aspecto.

— ¿Cómo lleva el ejercicio del rigor en su quehacer periodístico?

—El rigor es lo más importante. Sin rigor no hay carrera, no hay profesión, y sin rigor corres el riesgo de venderte miserablemente, lo mismo ante una botella de ron que ante cualquier opinión. Yo siempre le decía en broma a los compañeros que trabajaban conmigo, cuando yo era jefe de la página de cultura: “Cuando se vendan se me venden caro, un viaje a Venecia, un viaje a Montecarlo, una cosa de esas”, porque el periodista y, sobre todo el periodista cultural, siempre va a estar expuesto a tentaciones.

—Tengo una divisa. Nunca en mi vida he salido con un director de cine y no tengo amigos directores de cine. Fernando Pérez es mi amigo, es mi hermano, desde otra perspectiva. Cuando he tenido que criticarle sus películas se las he criticado, cuando he tenido que aplaudírselas se las he aplaudido.

—Pero con ciertas personas no puede establecerse una amistad que vaya más allá de lo profesional. Porque entonces sabrás del trabajo que se ha pasado, del sudor que le ha costado, del dinero que se ha tenido que buscar. Y entonces llega un crítico y en quince minutos le deshace su obra. Es ahí donde entran las sujeciones.

—Y el respeto está primero. Un crítico tiene que tener mucho cuidado a la hora de hacer su escritura. Jamás van a verse en mis textos palabras de burla relacionada con una película, como sí hace alguna gente. Además, el rigor es fundamental, y el respeto hacia ti mismo. A partir del momento en que hagas una concesión… Por ejemplo, hay quienes se casan con un director. Y pueden tenerse gustos afines con un director de cine, puede haber empatía, pero  si hay ciertas cosas elementales que no están bien hechas no puedes defenderlas. Eso se llama rigor.

—¿Cuál es el mayor desafío de un profesional del periodismo ante la banalidad de la cultura, de la historia?

Bueno, la banalidad nos está comiendo a todos. El mundo vende banalidad, consume banalidad, y va en vías de convertirse en un mundo culturalmente mediocre; es decir, vende y consume mediocridad, y se va a convertir en un mundo mediocre, como nunca antes.

—Algunas personas hacen análisis de la avalancha cultural que recibimos a diario. Yo creo que sí, que es una gran avalancha, pero no es nueva. Lo que sucede ahora es que las nuevas tecnologías hacen posible que las películas, cualquier película de cien, doscientos millones de dólares, esté llena de héroes y de elementos que representen todo ese mundo frívolo y banal. No solamente en el cine, sino también en la literatura, en la música.

—Los ratings de diferentes países indican que se ven las mismas películas en todas partes, se leen los mismos libros, se oye la misma música. Y detrás de todo eso hay una bien aceitada industria del entretenimiento, que es más fuerte que nunca. Pero esa industria existía desde que yo era niño.

—Recuerdo que cuando triunfó la Revolución este país en buena medida era anticomunista, excepto las capas ligadas a los sectores más populares, obreros, que sí tenían cierta formación. No solamente era anticomunista la pequeña burguesía y la burguesía, sino también gente de cierto nivel. ¿Por qué? Porque ya existía la penetración cultural y la banalidad; estaban Los Halcones Negros, los muñequitos de Frente de guerra, estaba Joe Palooka, que era un marine, que todavía existe.

—La banalidad nos viene penetrando desde hace mucho tiempo. Ahora ha hecho una explosión lamentable y tú ves personas que salen corriendo a la casa para ver las peores telenovelas. No tengo nada en contra de las buenas telenovelas, pero increíblemente nosotros a veces formamos parte de ese gusto maligno y tergiversado.

—Hablaba ahorita de la necesidad de la alfabetización del gusto, pero encuentras a programadores de la televisión con muy escaso rigor cultural. Determinan que una película es buena no por sus valores culturales, sino porque es capaz de entretener a cualquiera en la familia. Entonces, escoge el corta y clava de los tiroteos, de las máquinas. Es decir, la banalidad nos consume totalmente, y en el mundo entero. Gente lúcida escribe sobre eso.

Pérez Betancourt recapitula que Chejov lo hacía ya en el siglo XIX, “escribía sobre la banalidad porque la veía venir”. También cita las tertulias de Domingo del Monte, en Cuba, lo que se decía allí en contra a la literatura fácil. Defiende que siempre hubo una vanguardia que estaba en contra de eso, pero que quienes están del otro lado, más las fuerzas de los que dominan la industria del entretenimiento, son soberbios.

—Yo tengo amigos críticos de otros países. He estado en Hollywood (no invitado por ellos). Pero si esos amigos quieren hacerle una entrevista a Brad Pitt, a Angelina Jolie, perfecto, les dicen: “yo te llevo gratis, no te cuesta, te monto en el avión, te llevo a Hollywood”. Entonces, cuando regresan ¿van a criticar de la película? No, porque en el próximo viaje no van.

—A usted se le considera un agudo cronista, ¿ese es el género con el que más cómodo se siente?

—Sí, yo puedo hacer una crónica en quince minutos; en otra puedo estar quince horas. Pero sí, es un género que me encanta porque tiene que ver con el mundo donde me he desarrollado, que es ver la vida, el entorno que me rodea, verme a mí mismo a través de un tipo de periodismo que no tiene nada que ver con el periodismo informativo.

—Lo hago con relativa facilidad, porque son muchos años de práctica. Claro, eso tiene un peligro, no se puede escribir una crónica todos los días ni a veces todas las semanas. Y he escrito tanto que me cuido de caer en la reiteración, que también me pasa. Tengo un libro de crónicas, Rollo crítico, de cine, que tiene como cuatrocientas páginas, y ya no quiero hacer más ninguno. Recoge mis crónicas de cine, mis críticas de cine, pero a veces realmente me aburre escribir de cine.

—¡Las películas se parecen tanto¡ Es decir, hoy día se están haciendo cada vez más películas comerciales, películas que se parecen, con grandes envolturas que confunden. Pero cuando le aplicas el cuchillo y las diseccionas, te das cuenta de que en el fondo las esencias son las mismas, es la reiteración disfrazada de cine.

—Las películas cubanas trato de verlas y criticarlas todas por un problema de respeto a los directores. Me pongo muy contento cada vez que veo una película cubana. Y critico mucho uno de los grandes defectos que tienen: quieren decirlo todo.

—Goethe decía, refiriéndose a las mujeres, una frase que puede aplicarse a las películas cubanas: “Qué aburrida es, lo dice todo”. En algunas películas cubanas pasa igual, hablan del apagón, los vecinos, los familiares viviendo juntos, esas cosas que vemos en las telenovelas, que están justificadas en las telenovelas, y que muchas veces también están en las películas.

— ¿Cuál es la clave de su labor como crítico de cine?

—Bueno, seguir tratando de dar un poco de luz a los espectadores. Tratar de que aquellos a los que no les interesa la crítica de cine me lean algún día y se queden enganchados, como felizmente ha pasado.

— Los defensores a ultranza del cine comercial dicen: cuando este hombre recomienda la película como buena es porque está mala, y viceversa. Hay un cine comercial que tiene mucha fuerza, y que está sustentado por el cine norteamericano. De las trescientas películas más vistas en la historia del cine, las trescientas son norteamericanas.

—¿Dónde están los Woody Allen, los Bergman, los Kurosawa, los grandes directores de hoy día, que los hay en Europa? No existen porque los americanos dominan todo, no solamente la producción sino también la exhibición. Exhibir una película latinoamericana en América Latina es casi imposible, porque, además, el público está condicionado a ver las norteamericanas.

—Yo estaba en Estados Unidos cuando sucedió lo de las Torres Gemelas, estaba en Los Ángeles. Coincidió con la puesta de una película de Schwarzenegger, Efectos colaterales, un filme de esos que hace él sobre la guerra. Fue un fracaso, tuvieron que quitarla, porque ya el público norteamericano dejó de creer en los héroes de carne y hueso: la vida les demostró que les tumbaron las Torres. Y ahí es cuando vino el gran boom de las películas de superhéroes que estamos viendo ahora, revivieron toda la Marvel, a sus muñecones; se empezaron a hacer películas de Tarzán, de Batman, de Superman, y hoy día la explosión es millonaria.

—El llamado Paquete, en Cuba, trae muchas películas de esas. Hay un público idiotizado que paga, se enaltece y se convierte viendo a los marines matando gente dondequiera, aunque las que dominan el mercado internacional de las grandes pantallas son las otras, la de superhéroes.

—Los críticos estamos, precisamente, para explicar todas esas cosas al espectador, sin martillar, sin cansar, porque el espectador a veces no sabe lo está viendo.

—Usted se ha caracterizado como un hombre de convicción, pero también de dudas, ¿cuáles son sus convicciones, cuales sus dudas?

—Creo que no hay nada más revolucionario que todos los días cuando te sientes a desayunar te plantees qué está bien en el mundo, qué está bien en tu país y qué está bien en tu conciencia. Cuando se te adormece la capacidad de reflexión, de darte cuenta de las cosas que suceden, lo que está mal, lo que está bien, cuando pierdes esa perspectiva de comparación de lo que está en tu entorno, mejor que te retires del periodismo.

—Por desgracia hay mucha gente que no comprende eso. Pero si la verdad es revolucionaria, si los periodistas cubanos son revolucionarios, tienen que aplicar esa verdad, aunque a veces se conviertan en sujetos incómodos.

—El periodismo cubano ha sido complaciente, porque el periodismo cubano tuvo que inventar un periodismo diferente. El periodismo que prevalecía en Cuba, al igual que en toda América Latina, era el norteamericano. Es decir, el de la información, el de la supuesta objetividad. Sabemos que detrás de esa objetividad están los intereses de los grandes monopolios, están las tendenciosidades clásicas, que siguen existiendo, y ese periodismo nos podía servir hasta cierto punto.

—El otro periodismo era el periodismo soviético, el periodismo del campo socialista, que es un periodismo que inventó Lenin con un sentido educativo. Eso está muy bien, pero después toca hacer un periodismo participativo. Y nosotros hemos estado constreñidos por consignas como no le des armas al enemigo, la piscina no tiene agua, no te tires en seco…

—El periodismo que se hace hoy día en Cuba ha avanzado en relación con el que se hacía hace diez años, pero eso es  nada todavía, comparado con lo que necesitamos.

—Ahora mismo, tenemos que defender la historia. Uno necesariamente tiene que ser un rehén de la historia, aunque la palabra no sea bonita, porque la historia nos dice quiénes fueron nuestros antecesores. Pero no se puede exagerar en la carga historicista por encima del periodismo, porque se cae en la saturación.

—¿Cómo convergen en su trabajo profesional el periodismo y la creación literaria?

—Hay que tener mucho cuidado con eso. El periodismo tiene un abecé que hay que cumplir. Por ejemplo, hay una tendencia entre los muchachitos de veinte y veintiún años a escribir en primera persona nada más. La primera persona déjamela a mí, que ya he vivido un poco. Quieren ser literatos antes de ser periodistas.

—He conocido periodistas literarios muy buenos a los que cuando yo era jefe de redacción les pedía una nota y no sabían hacerla. Ese corta aguas que debe existir entre la literatura y el periodismo tiene que estar muy claro porque si no, puedes hacer el ridículo muy fácilmente.

—Yo tuve como jefe de redacción a Ricardo Sáenz, que fue un gran periodista. No era un gran escritor, no era un gran periodista desde el punto de vista de cómo escribía, pero manejaba la preceptiva. Ricardo decía: “esto va aquí, esto allá”. Tuve la suerte de tener a ese hombre conmigo, poco tiempo pero lo chupé completamente.

¿Qué es para usted el periodismo?

—Un reto y una insatisfacción. Llevo en Granma más de cincuenta años, en Hoy estuve cinco años, en los últimos tres ya escribía. Escribo hace casi 60 años, y puedo decir que el periodismo me ha dado muchas satisfacciones, muchos premios, muchos reconocimientos. Pero también he sido un eterno inconforme con el periodismo, con el que se hace en todas partes del mundo, porque los otros, los que están enfrente, tergiversan las cosas de una manera miserable. En eso tienen toda una escuela, hay intereses de mucho poder detrás.

—En cuanto al periodismo mío; es decir, al de mi país, a veces me duele y me deja insatisfecho las oportunidades que dejamos pasar. A veces somos lentos, somos elefantes en una cristalería. El periodismo tiene su momento, si no lo aprovechas en el segundo exacto en que te da la oportunidad de intervenir, perdiste esa oportunidad.

—El periodismo requiere estar a la viva, estar constantemente encima de la noticia, y en el mundo en que vivimos, en el que el enemigo está constantemente haciéndonos campañas propagandísticas, el periodista debe tener la suficiente potestad para reaccionar rápidamente y correr riesgos. Ante una reacción con la que pueda hacerle un favor a la Revolución, yo prefiero el riesgo.

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