Jesús Arboleya - Progreso Semanal.- Todo el mundo esperaba que, como ha ocurrido en los últimos 29 años, la Asamblea General de la ONU aprobara, casi por unanimidad, una resolución de condena al bloqueo de Estados Unidos contra Cuba. Lo más interesante era observar la conducta que asumiría el gobierno de Joe Biden, ante lo que constituye la única condena del máximo órgano internacional a la política norteamericana.


Se partía del antecedente de la abstención que llevó a cabo el gobierno de Barack Obama en 2016. Todavía es recordado las muestras de satisfacción que expresó la entonces embajadora Samantha Power, actualmente administradora del USAID, al reconocer lo fallido de una política que terminó por aislar a Estados Unidos en el mundo. Fue un momento fugaz en la política de Estados Unidos hacia Cuba, que Donald Trump se encargó de sepultar con el retorno a la retórica y la práctica más agresiva contra el país.

Para los representantes de Trump no existía ningún conflicto al asumir esta actitud, les importaba un bledo la condena del resto del mundo y así lo hicieron saber de manera bastante explícita. Al decir de la entonces embajadora Nikki Haley: “Estados Unidos no temerá el aislamiento en esta sala ni en ningún otro ámbito (…) esta Asamblea no tiene la facultad de poner fin al embargo. El embargo está basado en el derecho estadounidense, que solo puede ser modificado por el Congreso de Estados Unidos. No, lo que está haciendo la Asamblea General - y lo que hace cada año – es montar una escena política”. 

Se supone que Biden es otra cosa y parece que esto mismo pensaba el infeliz diplomático al que tocó leer la insulsa y gastada explicación del voto norteamericano este año, toda vez que la embajadora, Linda Thomas-Greenfield, no quiso, o le orientaron, no presentarse en la sala. Efectivamente Estados Unidos ha vuelto, pero en el tema de Cuba se estrenó en la Asamblea General con su cara más decadente.  

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